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análisis leve de la literatura de vampiros alfonso salazar
En algún momento, Merlín y Morgana hablaban sobre el futuro de la magia. El mago veía ese futuro pleno de pesimismo y de difícil viabilidad, hablaba de la llegada de un gran dios, tirano y omnipotente que acabaría con el reinado de los pequeños dioses del bosque y la noche. Posiblemente Merlín se refería al dios cristiano que se acercaba a Bretaña, que se imponía al fin en las islas. Pero otro dios más allá se impondría. El Renacimiento europeo traía consigo un nuevo dios, el de la ciencia y el antropocentrismo, que convertía en igualdad el binomio de lo cognoscible y lo tangible. En esas nuevas coordenadas de la realidad, en la proliferación del escepticismo y el culto al conocimiento comprobable, los pequeños dioses, los espíritus del bosque, las hadas, los gnomos, los trasgos, las brujas, los vampiros, los seres benéficos y maléficos, no tenían lugar.
Sin embrago, la tradición se basa en la superstición, o lo que es en palabras de Stoker, autor de Drácula, en su justificación de la existencia de los vampiros. Pero la cuestión de este texto no es la creencia o no creencia en el vampiro, el cuestionamiento de mundos paralelos, el ámbito de la superstición. El motivo de este texto se centra en una somera visión histórica, y sobre todo literaria del fenómeno vampírico.
El siglo iluminado del XVIII exacerbará la diferencia entre las supersticiones y las coordenadas científicas que el positivismo posteriormente termina por hacer inmovilistas. En ese momento de auge científico aparecerá una subliteratura que se acerca a la temática supersticiosa, esotérica y oscurantista. Hasta el momento, la Iglesia se había acercado a esa temática con la intención de descubrir el mal, el reino del diablo. Sería un canónigo, Agustín Calmet, quien con mayor profundidad tocase el tema. El propio Voltaire se hará eco de la plaga vampírica que asola Europa.
Pero ¿Qué es el vampiro? En definitiva, y como expondrá acertadamente Stoker, el vampiro es un ser enfrentado al mandato divino, un ángel caído, creador de su propia religión, limitado a la vivencia nocturna donde su fuerza se expresa en toda su extensión, y relacionado con los elementos más abyectos: las fieras, las tempestades, la ejecución de tiernas criaturas, el olor fétido de la tierra no consagrada, las ratas -portadoras de la peste y las epidemias.
Su relación con las epidemias no es vana. Algunos estudiosos relacionan íntimamente las epidemias europeas con la presencia y proliferación del rumor vampírico.
Pero el vampiro es realmente un bichejo, un mamífero alado que se alimenta de sangre. quizá sea su dieta la que nutriese a la creencia popular, de tal manera, que desarrolló el mito del vampiro hasta límites insospechados.
La historia de las civilizaciones está jalonada de vampiros, como condimento imprescindible de lo fantástico, del miedo ancestral y la presencia sobrenatural. Desde la mitología griega, hasta la China, Babilonia o la mitología escandinava, siempre es perceptible su inquietante vuelo.
Fue en el siglo XVIII, el siglo del culto al racionalismo -y a su lado oculto, allí donde residiese el vampiro- cuando este ser encontró el resquicio preciso para acceder a las academias. Pasado el tiempo del fulgurante antropocentrismo renacentista, el vampiro, que no tuvo los trascendentes estudios de que gozase el diablo, alcanzó el espacio de la enciclopedia abandonando el silencio que le mantenía en el refugio de la tradición, la leyenda, la creencia popular.
La entrada en el mundo literario del vampiro se había producido mucho antes, en un cuento de Las Mil y Una Noches. Pero desde aquella furtiva aparición hasta el siglo de las luces el rastro del vampiro se perdió practicamente para la literatura. Un ensayo, Tratado sobre los vampiros de Dom Agustín Calmet, sacerdote -lo cuál nos remota a la lucha eclesiástica contra la superstición- publicado en el año 1746, introdujo de manera definitiva al vampiro en la polémica y el mundo de la creación, abriendo desde el camino de la duda la preocupación, el estupor y la investigación.
Rousseau y Voltaire se acercaron a la figura del vampiro y no para el escándalo y la condena o para realizar un sencillo punto de vista escéptico y descreído, ambos constataban en la figura del vampiro un trasfondo social, histórico, centrándose en el significado del vampiro y su estética. Ambos niegan crédito a los informes recogidos por Calmet desde Moravia realizados por el Duque de Vassmont ante el encargo de Leopoldo I, acerca del descubrimiento de cuerpos incorruptos que debieron ser purificados por la técnica habitual de eliminación del vampiro. La resonancia de tales indagaciones fue grande en la época. El vampiro así, anidaba esencialmente en Europa Oriental, donde sus momentos de mayor expansión y presencia se relacionan con las epidemias de enfermedades. Europa Occidental también mantuvo una tradición de seres sobrenaturales, habitantes fantásticos de los bosques y almas en pena; pero no cultivó la imagen definida del vampiro folclórico, al que recurrirían frecuentemente los autores rusos.
Sería Johan Wolfgang Goethe quien haría cristalizar el vampiro literario, como expresión, finalmente, del Romanticismo. En su Balada de La Novia de Corinto (1797) encontramos al primer vampiro -vampiresa en tal caso- de la literatura fantástica europea. Se abre así paso al inusual y sorprendente desarrollo del cuento fantástico y del personaje vampírico en el siglo XIX. En 1805 el autor polaco Jan Potocki publica en su obra El Manuscrito hallado en Zaragoza -un libro de viajes de un oficial del ejército napoleónico a través de la España ocupada- el cuento El endemoniado Pacheco donde persiste en la imagen vampírica femenina. En esta ocasión dos peligrosos bandoleros de Sierra Morena que han sido ajusticiados en la horca se transfiguran en dos bellas mujeres andaluzas y dan pie a un fantástico trío sexual con su víctima iniciando la inseparable tradición erótica del vampiro.
E.T.A. Hoffmann daría un nuevo paso retomando la línea fantástica alemana. Vampirismo se mantiene en la figura de la lánguida vampiresa que transmite su veneno en el lecho conyugal al incauto marido. Fue publicado en 1821. Pero una referencia introductoria en este cuento nos remite a la demoledora aportación de The Vampyr. A Tale de John William Polidori. A partir de la publicación de este cuento, aparecido en New Monthly Magazine en 1819, se inicia la imagen asentada del vampiro romántico, aristocrático, seductor, calculador, cruel y frío que desarrollaría James Malcolm Rymer en Varney, el Vampiro (1847) y encumbraría Bram Stoker en su espléndido Drácula (1898), imagen ya indisoluble de la figura masculina vampírica en la literatura y el cine hasta nuestros días.
En El Vampiro Polidori refleja con fidelidad la imagen de quien era su amigo y a quien servía como secretario: George Gordon, Lord Byron. Byron representa la imagen del romanticismo, el exceso, la pasión sin freno, la fuerza y la atracción oculta. Jamás escribió sobre vampiros -en términos estrictos- pero sirvió de modelo para el primer vampiro aristócrata de la literatura. La idea de El vampiro surge de la conocida noche en Villa Diodati, junto a un lago suizo, donde la lluvia retiene a los excursionistas en el interior de la casa. Allí Byron propuso el juego de la literatura, la creación por cada cuál de una historia fantástica. Mary Shelley daría luz a Frankenstein, Byron un poema poco relevante en su obra –The Giaour-, pero al parecer sembraría la idea que recogió Polidori para escribir poco tiempo después El Vampiro. La tormentosa relación entre Byron y Polidori empujó posiblemente a éste a ensañarse en la figura de su amigo y crear así su particular monstruo. Un detalle delata la trama: el vampiro se llama Lord Ruthven, que no sólo mantiene el título de Byron, sino que su nombre es el mismo con el cuál la desdeñada amante de Byron, Lady Caroline Lamb, llamaba a éste en sus memorias: Ruthven Glenarvon. Así, la figura de Byron, sobrevolando su propia obra, se hace personaje en el cuento de Polidori, engarza con Varney y se eterniza en Drácula. Drácula es tanto Varney como Varney es Lord Ruthven y tanto como Ruthven es Byron. La diáfana vinculación tiene un referente en su tiempo. Cuando El Vampiro es publicado, una argucia del editor posibilita que aparezca firmado por el propio Byron. Éste estalla en cólera y exige la reparación pública del engaño. Pero Goethe elogia el cuento como lo mejor de ése poeta inglés.
Polidori se suicidó poco tiempo después de la publicación de su cuento a los veinticinco años de edad ingiriendo una droga por él mismo ingeniada.
Pero la vía del vampiro aristócrata, el lord satánico según Christopher Fayling, no es la única tipología de la literatura vampírica. Según Fayling, cabe distinguir tres tipos: el arriba indicado, la mujer fatal y el vampiro folclórico, de plena extracción popular. A estos cabría añadir por nuestra parte el vampiro psicológico.
El segundo tipo, la vampiresa, es el que tuvo un mayor cultivo en el siglo XIX. A las ya nombradas de Goethe, Potocki y Hoffmann, se añade una larga lista presentes en: Berenice de Edgar Allan Poe -y Ligeia-; La Muerte Enamorada de Teophile Gautier; La Metamorfosis del Vampiro de Baudelaire -como muestra de creación poética-; El Misterio de Ken de Julian Hawthorne; Pues la sangre es la vida de Francis Marion Crawford, La amable Lady Ducaine de ME Braddon; La tumba de Sarah de Loring; y Carmilla (1872) de Joseph Sheridan Le Fanu, cuento clave en este devenir literario. Carmilla ubica a la vampiresa en una relación lésbica, cargada de erotismo, y fue una lectura imprescindible para comprender el surgimiento de Drácula por la imaginación de Stoker. En El invitado de Drácula (aprox. 1890), cuento que fue elaborado mientras Stoker toma notas para su novela, pero publicado en 1914 como introducción a una edición de Drácula posterior a la muerte del autor, la inscripción de la tumba de un vampiro se refiere a una tal Condesa Dolinger de Graz, de Styria, el mismo lugar donde Le Fanu localiza Carmilla.
La aparición de Drácula no terminó con la mujer fatal, pero lo colocó en la cumbre de la pirámide de la familia vampírica y posibilitó las elucubraciones sobre su origen. Stoker se informó para la elaboración de su novela a través de folletos turísticos, atlas y por boca de un amigo residente en Rumania, si bien él jamás llegó a visitar el país de su personaje. La figura histórica de Vlad Tepes, el empalador, hijo de Vlad Dracul y príncipe de Valaquia fue conocida por Stoker -he aquí el hallazgo del nombre-. Pero este sanguinario príncipe en punto alguno puede estar relacionado con la tradición del vampiro. Stoker acumuló información y creó su monstruo conforme a ciertas bases históricas -levemente reflejadas en la novela por el propio Drácula-. La relevancia de Vlad el empalador, es obviamente, posterior a Stoker y a Drácula.
El tercer tipo, el vampiro folclórico y popular fue desarrollado por la literatura europea de oriente, especialmente por los autores rusos y son demostrativos ejemplos La familia Vurdalak de Alexei Tolstoi y El Viyi de Gogol.
El vampiro psíquico o psicológico aparece en El parásito de Conan Doyle, donde el vampiro es una médium enamorada del protagonista y en El Horla de Guy de Maupassant, ejemplo perfectamente ajustado de vampiro de la psique y predecesor de todas las presencias invisibles y extrañas que la ciencia ficción desarrolló con posterioridad. En el cuento, el protagonista mediante un diario expone la relación que mantienen con algo que está a su alrededor, o en sí mismo, y que llega a poseerlo y termina enloqueciéndolo. Este cuento fue uno de los últimos escritos por Maupassant antes de enloquecer. Esta tipología vampírica tomada por el autor francés tiene dos referentes apreciables en Drácula: el loco Renfield poseído por el Conde desde la distancia y leal servidor de éste y la propia estructura de la novela, Stoker -como Maupassant- recurre al diario para la exposición de la trama, o mejor indicado, a varios diarios -y no sólo escritos, sino grabados en antecedentes del magnetofón- que como una coral narran la acción por distintas voces.
El ejemplo hispano de vampirismo lo realizaría Horacio Quiroga en El almohadón de plumas (1907), cuento sorprendente a pesar de la explicitud de su título. Éste último, junto a La habitación de la torre de E.F. Benson podríamos incluirlos en una serie de vampiros extraños -fruto de apariciones- con implicaciones psicológicas y premonitorias, formas de alimañas, etc.
Lamias, duendes, fantasmas, arpías, banshees, hadas, gnomos, brujas, todos los seres fantásticos han nutrido en gran parte la literatura, y sin ellos ésta sería un lugar vacío donde la imaginación no habría asentado su lugar. Pero el vuelo del vampiro, ya bajo la imagen de la creación de Polidori y el manto de Drácula que se extendió por el cine y se mezcló con la ciencia ficción, este impresionante desarrollo del siglo XIX, resultó insuperable.
BIBLIOGRAFÍA
Cuentos Fantásticos del XIX, recopilados por Italo Calvino. Siruela, 1987 Vampiros, AAVV edición a cargo de Jacobo Siruela. Siruela, 1992. Galería de espejos sin fondo, Joan Perucho. Destino, 1984. Drácula de Bram Stoker. Apéndice de Noel Zanquín. Anaya, 1992 Drácula de Bram Stoker. Introducción de Riccardo Reim y Prefacio de Paola Faini. Newton Compton Editori, Italia, 1993. Drácula de Bram Stoker. Introducción de Félix Llaugé. Altorrey, México, 1993. Introducción a la Colección de cuentos vampíricos de Leslie Sheppard Historia maldita de la literatura de Hans Meyer. Taurus, 1977. Vampiros Extraños, AAVV. Cara Oculta, Mirach, 1991. Lo siniestro de Sigmund Freud. Calamus Scriptorius, 1979. El Gran libro de los vampiros de Angel Gordon. Aura, 1987. El horror en la literatura de HP Lovecrafft. Alianza Editorial, 1989. Diccionario del Diablo. Ambrose Bierce. Alianza Editorial. Libro de los seres imaginarios. Jorge Luis Borges. Bruguera 1980.
Algunos vampiros:
Drácula, B. Stoker. La muerte enamorada, T. Gautier. El vampiro, Polidori. Carmilla, J.S. Le Fanu. La sangre es la vida, F. M. Crawford. La tumba de Sarah, F.G. Loring. El espíritu suelto, M. Cholmondeley. El misterio de Ken, J. Hawthorne. El Parásito, Conan Doyle. El Horla, Guy de Maupassant. Berenice, E.A. Poe. El almohadón de plumas, H. Quiroga. La buena Lady Ducaine, M.E. Braddon. La habitación de la torre, E.F. Benson. El huésped de Drácula, B. Stoker. Vampirismo, E.T.A. Hoffman. Varney el vampiro, J. M. Rymer. El endemoniado Pacheco, J. Potocki. El beso de judas, X.L. La novia de Corinto, J.W. Goethe. Metamorfosis del vampiro, Ch. Baudelaire. The transfer, A. Blackwood. ¿Qué fue eso?, F.J. O´Brien. La Guzla, P. Merimée. Lokis, P. Merimée. El vampiro, J. Neruda. The sad story of a vampire, Conde Stenbock. El vampiro bondadoso, Ch. Nodier. La hermosa vampirizada, A. Dumas. El Viyí, N. Gogol. Infernalia, Ch. Nodier. El misterio de la campiña, A. Crawford. Un vampiro, Capuana. I am a legend, R. Matheson. La ciudad vampira, P. Féval. Tu amigo vampiro, Lautreamont. Les histories naturals, J. Perucho. La ciudad vampira, F.J. O´Brien. El conde Magnus, M.R. James. La familia Vurdalak, A. Tolstoi. Los últimos señores de Gardonal, W. Gilbert. El destino de Madame Cabanel, E. L. Linton. Su voluntad, V. O´Sullivan. No despertéis a los muertos, J. L. Tieck ...
ernesto pérez zúñiga
"Buenas noches, señores y señoras, los duques le agradecen la asistencia al baile". Quizá queda un eco similar en algún rincón de este salón que fue dedicado al asombro, a la murmuración y a la danza. "Del salón en el ángulo oscuro,/ de su dueña tal vez olvidada,/silenciosa y cubierta de polvo,/ veíase el arpa". Tal vez. Tal vez exista una armonía entre lo visible y lo invisible, entre la realidad y todas aquellas presencias que para el tiempo han desaparecido pero aguardan muy quietas en nuestra capacidad de percepción como en un pentagrama. Tal vez lo que existe es una desarmonía insalvable entre la inteligencia humana y la corriente eléctrica que corre por el cerebro que la alimenta. Esta noche ambas posibilidades son compatibles y, conjurados bajo estos versos de Bécquer, rescatemos de las paredes de este salón ese otro eco alegre de "¡Que empiece la música!", aunque no lo sea tanto, tan alegre, porque estamos aquí reunidos para hablar de la música, la literatura y el miedo. Que empiecen, pues. Científicos de la universidad de Dartmouth, en Canadá, han comprobado que la música y nuestras emociones comparten una misma región del cerebro, el cortex prefrontal; de él tomamos una melodía para silbarla con tristeza o jovialidad, gracias a él detectan una nota desafinada los que tienen buen oído o, mejor decir, "buen cortex" a partir de ahora. En este lugar también está el camino que a veces se interrumpe cuando queremos recordar voluntariamente un dato, una melodía o un rostro, quizá porque los esfuerzos de la voluntad obturan el movimiento libre de todos los elementos simples que componen nuestras emociones, espontáneas y por eso siempre fieles en su habilidad para traicionarnos. En el experimento de Dartmouth, ocho músicos escucharon la misma melodía ante la cual el cerebro de cada uno reaccionó de una manera ligeramente diferente, justo en ese lugar que participa en la recuperación de los recuerdos individuales y en el control y descontrol de las emociones. De esta manera se vinculaba la música con los estados de ánimo y se acababan de destilar aquellas proclamaciones románticas y platónicas sobre la música como el arte más puro porque estaba más conectado que ninguno con el espíritu humano. Valga esta palabra, espíritu, en unas jornadas de literatura fantástica. Los científicos de Dartmouth sugieren que el espíritu está ligado de alguna forma a la música. ¿En las líneas que traza la música se funden los espíritus para tener movimiento? ¿En las líneas musicales se mueven, bailan trazados, se conmueven los espíritus? ¿Los de los vivos y los muertos? El miedo, una de nuestras emociones primordiales, ha inspirado parte de la mejor música y literatura de la creación humana. El cristianismo, que ha inspirado gran parte de la literatura de terror, dio a través de la música sagrada tanto consuelo por la esperanza del paraíso venidero como temor por el fin del mundo terrenal que conllevaba. El codex –no el cortex, ojo- el codex del convento cisterciense de las Huelgas en Burgos fue escrito alrededor del año 1300 para el uso cantado y cotidiano de cien monjas, 40 novicias y 40 doncellas que recibían la mejor educación que podía otorgar la aristocracia. Entre los bellísimos cantos del codex hay uno que refleja especialmente el matrimonio entre la música y el miedo cristiano, el "audi, pontus, audi tellus" que, en el interior de una melodía lentamente melancólica, viene a decir: " Mar, escucha/ escucha, tierra/(...)/escucha, hombre/ escuche todo aquello que vive bajo el sol/: está ya cerca, aquí viene/ aquí está el día/el día odiado, el día amargo/ en el que el cielo huirá/enrojecerá el sol/la luna se convertirá en una fugitiva/y las estrellas más altas caerán sobre la tierra/Ay, mísero, ay, mísero/, ay, hombre/por qué persigues la alegría inepta". No sé si cantos como estos podrían sacar de la crisis a nuestra enseñanza secundaria, el caso es que a lo largo de los siglos el Dies irae y los oficios de difuntos poblaron la imaginación de los feligreses de las iglesias europeas (como veremos más adelante en algún relato) y fueron la arena invisible con que fueron construidas por nuestros músicos más de una clásica misa de réquiem. Si entre ellos destaca el de Mozart, aparte de por su excelencia compositiva, al menos eso es lo que dicta el cortex, es porque su réquiem está escrito por la parte ya muerta de Mozart, es decir, por el espíritu que ya sabía que iba a morir y ya tenía experiencia y sabiduría de la muerte, una partitura dictada por ese yo previamente difunto y que, durante el sueño enfermizo de Wolfgang Amadeus, visitaba por su cuenta el mundo de los muertos. En lo que llamamos música clásica hay una larga tradición de obras basadas en lo sobrenatural, el más allá, o lo fantástico, ya sea porque adquieren sus temas o porque están escritas desde ese punto de vista; es decir, y siguiendo con el ejemplo de Mozart, tienen una naturaleza diferente el mencionado Réquiem y su ópera dedicada al mito de Don Juan. Héctor Berlioz en la quinta parte de su Sinfonía fantástica narra "el sueño de una noche de sabbatt" con un tema típico de la literatura fantástica: la asistencia del compositor a su propio funeral a través de una música llena de ruidos extraños que parecen provocados por el entrechocar de huesos de los esqueletos que danzan grotescamente en una orgía diabólica que termina en una parodia del tema del Dies irae. Esta secuencia de la liturgia católica que se cantaba en la misa de difuntos y que predecía el día de la ira de Dios, el apocalipsis del mundo, fue reinterpretada numerosas veces en obras relacionadas con la muerte. También aparece en la Isla de los muertos de Rachmaninov, trenzada en el sonido de la orquesta que transforma en música el sonido de las olas de la laguna Estigia que golpean la barca de Caronte en su camino a las puertas del infierno con su cargamento de muertos. Rachmaninov se había basado en el tema del Dies irae tanto como en un cuadro de Arnold Boeklin. Era el año 1909. Un año más tarde Mahler comenzó su décima sinfonía, turbadora y sublime, que su muerte dejó inacabada en 1911. En el manuscrito de su partitura Mahler apuntó algunas frases: "Piedad, oh, Dios, por qué me has abandonado". "Satán, danza conmigo". El dolor, el miedo y la décima sinfonía estuvieron un día en el cortex de Mahler, antes de que su cerebro se convirtiera en polvo, igual que la historia de la composición de una sinfonía se puede convertir en una historia de terror. De hecho, la transformación de la normalidad, la trasgresión, no es sólo una técnica del arte del terror sino también uno de sus principios morales. En este sentido, dos de las partituras más terroríficas del siglo XX fueron versiones de textos famosos; Otra vuelta de tuerca, la ópera que escribió Britten sobre la novela de Henry James logra estremecer al espectador, aun conociendo sobradamente la historia, cuando Miles, el niño aconsejado y atormentado por el fantasma de Quint, canta una canción que incluye un deseo sobre el que se podría escribir un tratado que no cabe en esta conferencia, el deseo de ser "malo en la adversidad", determinación ética que implica la renuncia total al bien, incluso en el momento en que el interesado, el "malo", podría necesitar la ayuda, la piedad o lo que, es peor, el perdón de alguien, humano o divino, en un juicio primario o final. Detengámonos más, sin embargo, en la versión que Béla Bartok hizo del cuento de Barbazul para convertirlo en ópera. La historia de todos conocida fue convertida por el poeta húngaro Béla Balázs en un libreto que poco tiene que envidiar a la mejor literatura de horror metafísico. Barbazul va abriendo a petición de su enamorada esposa Judit las siete puertas que hay en su castillo, sumido en la oscuridad, que ella se propone ir iluminando con la apertura de cada una. Pero tras ellas, en lugar de luz, hay algo aún más oscuro o, lo que es peor, algo muy luminoso pero construido a través del mal, como un brillante río de sangre, perteneciente a sus anteriores esposas que habitan como espectros tras la última puerta. Por supuesto, Judit acaba siendo encerrada en esta última habitación a pesar de que sigue amando a Barbazul, cuyas palabras de despedida son: "de ahora en adelante todo será oscuridad". Béla Bartok compuso para este libreto una música absolutamente siniestra y, desde luego, oscura, sin ninguna concesión ni a la armonía tradicional ni tampoco a la esperanza. Trece años después de la muerte de Bartok, en 1958, Lutoslawski escribió en memoria suya la "Música fúnebre para cuerda", una obra perfecta para ser escuchada en el interior de una tumba. Oyéndola, uno se puede imaginar con claridad en el interior de un ataúd. Uno no sabe si aún tiene cuerpo o sólo es una mente que percibe ese sonido profundo, rasgado, cambiante, vencido, desesperanzado, cuya tensión va aumentando muy nerviosamente hasta arañar la tapa del ataúd, hasta astillarse la uñas bajo la lápida. La música puede producir aversión a pesar de su belleza, como le ocurrió a Ulises cuando navegó ante las Sirenas, en uno de los primeros pasajes literarios en los que el miedo y la música aparecen relacionados. Así es como Circe describe la situación, en el canto XII de la Odisea: "Lo primero que encontrarás en tu ruta será a las Sirenas, que hechizan a los hombres que vienen hasta ellas. Quien incauto se les acerca y escucha su voz, nunca más regresará al país de sus padres (...). Con su aguda canción las sirenas lo atraen y le dejan para siempre en sus prados: la playa está llena de huesos y de cuerpos marchitos con la piel agostada". La antigüedad clásica también nos proporciona el ejemplo contrario a través del mito de Orfeo, en el que la música produce la atracción de las criaturas celestes, terrenas e infernales. Gracias a su lira, Orfeo tiene el privilegio de entrar vivo en el infierno, como también lo tendría por propia iniciativa otro músico, esta vez de la palabra, el poeta Dante. Lo que éste no lograría es parar los tormentos de los condenados, como sí hacía Orfeo con su música: daba paz a los diablos y hasta a las furias y espectros que guardaban la puerta del Hades. Justo interpretando este episodio, Gluck compuso uno de los pasajes más hermosos de su ópera Orfeo y Eurídice (1762) en el contraste entre la voz dulcísima del héroe que pide clemencia a las Furias y el clamor iracundo de éstas que se niegan en las múltiples voces del coro: "¡No!", dicen (...) "Aquí no habita otra cosa que el luto y el gemido". Esta reacción de las Furias nos atemoriza menos que la escena en que Orfeo se reencuentra con Eurídice resucitada. Hasta salir del infierno, el héroe no puede mirarla so pena de que ella vuelva a morir; pero ella achaca esa actitud a la falta de amor de Orfeo y prefiere verse muerta a vivir con un dolor como ése. En tal malentendido, tan cotidiano en nuestras casas, se produce la tragedia en el que Orfeo perderá de nuevo a su esposa. Un desencuentro parecido se produce muchos años más tarde, también gracias al poder de atracción de la música, en un relato del modernista uruguayo Julio Herrera y Reissig (muy aficionado, por cierto, al opio y al espiritismo), que lleva por título Mademoiselle Jaquelin, donde el joven protagonista se enamora, por la voz, de una cantante que vive en un piso cercano al suyo, la cual luego resulta ser una mujer vieja que, como en los poemas vejatorios de Quevedo, se afeita, se rellena y se compone. El joven opiómano reflexiona así cuando al fin la conoce: "Yo por demasiado tarde, ella por asaz temprano... Viajeros absurdos, ¡ay!, unos que van y otros que regresan, encontrados un segundo, de paso, en una estación de empalme de su destino y que se reconocen a la luz espectral de una linterna para luego desaparecer". Vale la pena también reproducir el párrafo en el que el protagonista describe la reunión, de algún modo corrupta y precadavérica, de la cantante vieja con su antiguo pianista: "El ex piano era una decrepitud inconsolable, con su reuma sonoro. Se quejaba, se exhalaba, se suicidaba, por cuartos de tono y por bemoles torturados de vidrio gangoso, en cromáticas estridencias, en agudos cascados, en acordes indecisos, en bajos sacerdotales, en roncos vagidos de batracio lunático, con un desafinamiento interesante de cosas confusas que desaparecen dando un grito agudo. En cambio ella, qué voz mórbida, fresca, como empapada en amanecer, en la que se expresaban saudades y ansias tardías, caprichos de monja romántica al morir, horror de náufrago que llama en vano y se hunde". Estas ideas de Herrera y Reissig pueden resultar inquietantes; sin embargo, la música es el reactivo fundamental de algunos relatos puramente fantásticos. De las pocas leyendas que escribió Bécquer, dos de ellas están dedicadas a la música como instrumento de lo sobrenatural y el miedo, por lo que podemos decir que es un tema fundamental en su concepción poética y narrativa del género. Maese Pérez, el organista de la Iglesia de Santa Inés de Sevilla, enfermo de muerte, no deja de acudir a su cita anual con la misa del gallo y el nacimiento del niño. Moribundo, ante una multitud atónita, consigue por fin la cima de su arte. Bécquer, un especialista en la descripción de la música como materia espiritual, nos narra así el momento del clímax: "El sacerdote inclinó la frente (...) y apareció la hostia ante los ojos de los fieles. En aquel instante, la nota que maese Pérez sostenía tremando se abrió (...). De cada una de las notas que formaban aquel magnífico acorde (...) diríase que las aguas y los pájaros, las brisas y las frondas, los hombres y los ángeles, la tierra y los cielos, cantaban, cada cual en su idioma, un himno al nacimiento del Salvador". (Fin de cita) A pesar de este himno, mejor dicho, debido a él, la mano de Maese Pérez cae muerta sobre la última nota de la misa. Lo terrible de la historia comienza cuando el comportamiento heroico del protagonista, en vez de alojarle para siempre en la paz divina, le convierte en fantasma que persigue su propia obsesión, la de tocar en la iglesia de Santa Inés en la misa del gallo del año siguiente, ya sea para invadir la interpretación pagana, sin fe, de un músico mediocre y mundano, lo que tendría cierto sentido en cuanto una defensa del concepto de justicia, o ya sea, una vez más al año siguiente, para tocar en el lugar de su propia hija, organista también. Lo peor es que, cuando se aparece ante ella, lo hace como una sombra atormentada, cuya música "parecía un sollozo ahogado dentro del tubo de metal". Y cuando ante una multitud horrorizada unas manos invisibles vuelven a tocar la misa del gallo, "el órgano seguía sonando (...) como sólo los arcángeles podrían imitarle en sus raptos de místico alborozo". Es decir, el fantasma padece en lugar de las recompensas del paraíso una especie de privilegio cruel: la de estar encadenado a la materia, condenado al órgano de la iglesia, para conseguir de nuevo una vez muerto la esencia sagrada de una música que a Maese Pérez debía haberle regalado el juicio final. Esta impiedad de la salvación cristiana se vuelve aún más terrible en la leyenda que lleva por título El miserere, y lo terrorífico consiste en que Bécquer logra pervertir maravillosamente una idea fundamental del cristianismo: detrás del valle de lágrimas hay una paraíso que espera al justo. Tanto en Maese Pérez como en El miserere son los justos, o los que tienen mayor ambición espiritual, los que reciben el peor castigo, mientras que los hombres vulgares viven y mueren en paz. En el comienzo de El miserere el narrador nos describe las anotaciones que ha encontrado al margen de una partitura, que de algún modo vaticinan las que en la vida real escribió Mahler muy cercano a su muerte, como si las joviales predicciones de Julio Verne de nuestros submarinos y cohetes se cumplieran en este caso de una manera macabra. "Había unos renglones", nos dice el narrador, "escritos con letra y en alemán" (para colmo de las coincidencias): "Crujen... crujen los huesos, y de sus médulas ha de parecer que suenan los alaridos (...) Las notas son huesos cubiertos de carne". El motor de este relato es la culpa que siente su protagonista, que busca componer un miserere "tan desgarrador, que al escuchar el primer acorde los arcángeles dirán conmigo cubiertos los ojos de lágrimas y dirigiéndose al Señor. "Misericordia", y el Señor la tendrá de su propia criatura". Esta ambición estética del protagonista coincide con una profunda ambición moral que consiste en humillarse totalmente ante el creador a través de la más excelsa belleza; sin embargo, su propósito es tan alto, que ninguno de los misereres que ha oído le sirven de inspiración para la obra que se propone. Un pastor le habla entonces de un Miserere que se escucha durante las noches de jueves santo, en boca de unos monjes que fueron asesinados en una fecha semejante. A pesar del miedo que produce en las gentes presenciar tales conciertos, nuestro músico procede al atrevimiento de vencer su terror para escuchar "el grande, el verdadero Miserere, el Miserere de los que vuelven al mundo después de muertos y saben lo que es morir en el pecado". En efecto, los esqueletos salen de la tierra envueltos en sus hábitos y comienzan un canto "que parecía un grito de dolor arrancado a la humanidad entera (...) formado de todos los lamentos del infortunio, de todos los aullidos de la desesperación, de todas las blasfemias de la impiedad". La sensibilidad sinestésica de la que se sirve Bécquer para describir una música inefable es magistral: "Prosiguió el canto, ora tristísimo y profundo, ora semejante a un rayo de sol que rompe la nube oscura de una tempestad, haciendo suceder a un relámpago de terror otro relámpago de júbilo". Hasta que por fin la desesperación del Miserere consigue su efecto, el cielo se abre y los ángeles comienzan a acompañar el canto de aquellos diablos malditos, cuyas osamentas vuelven a revestirse de carne bajo lo que parece por fin el perdón divino. En este punto, nuestro músico cae desvanecido y, a partir del día siguiente, no hay para él otro objetivo en su vida que el de reproducir el Miserere que ha oído. Noche y día trabaja en aquella partitura, consiguiendo trasladar todo aquello pero, por más que lo intenta, es incapaz de plasmar el momento del perdón, cuando los arcángeles también cantaron. El Miserere de nuestro protagonista no despierta la misericordia divina, la partitura queda inacabada (como la décima sinfonía de Mahler) y el músico entregado muere loco. Lo que en principio parece una hermosa leyenda de coros de fantasmas se ha vuelto a convertir e una terrorífica inversión del dogma católico y de la idea cristiana del martirio: el sacrificio no obtiene la recompensa de la salvación, sino desesperanza, pavor y castigo. Claro que, probablemente en nuestros días no podemos imaginarnos la profunda impresión que los sonidos, la música y, más aún la música sagrada, podía ejercer sobre una mente sensible. De algún modo, hemos perdido gran parte del poder de la música al perder todo el poder del silencio en nuestro mundo audiovisual y superpoblado. Una simple melodía en mitad de la noche, en una iglesia por ejemplo, podía guardar un misterio tan sugerente como para que Bécquer soñara una leyenda o E.T.A. Hoffmann , a comienzos de aquel siglo XIX, igual que nosotros decimos: "ya sabes el ruido que hay dentro de una discoteca", escribiera en uno de sus relatos: "Bien sabes, ¡oh Luis!, qué encanto encierran los acordes de la música cuando resuenan en la noche. Tuve la sensación, entonces, de que en aquellos acordes me hablaba la voz maravillosa del espíritu". Hoffmann, que era músico a la vez que uno de los más ingeniosos urdidores de relatos fantásticos, ligaba la música a la vez al espíritu y al silencio, y la trinidad resultante al misterio que explica la naturaleza. Precisamente por esa ligazón de la materia y el espíritu –unidad más deseada que comprobada- uno de los temas favoritos de Hoffmann es la relación del hombre con los autómatas; una relación frustrante cuyo mejor ejemplo se encuentra en su famoso El hombre de la arena, donde el protagonista enloquece al enamorarse sin saberlo de Olimpia, bellísima autómata, y ver ante sus propios ojos cómo la parten en pedazos. También en otro extraño relato, llamado Los autómatas, Hoffmann destapa con claridad su opinión sobre ellos. En un momento dado de la historia, dos jóvenes entran en el salón de un famoso científico: éste, sentado al piano, ejecuta una melodía mientras la corte de autómatas que le rodean comienza a acompañarle con diferentes instrumentos. Al finalizar, uno de los jóvenes alaba la maravilla del mecanismo; sin embargo, el otro afirma: "la música mecánica me parece algo infernal (....). Por medio de (...) toda clase de piezas mecánicas (...) se hace esta absurda experiencia de tratar lograr únicamente con objetos lo que puede lograrse por medio del espíritu, que rige hasta los más mínimos movimientos. El mayor reproche que se le hace al músico es que toca sin sentimiento alguno, por lo cual realmente perjudica al espíritu de la música, o mejor dicho, anula la música en la música". Esta fascinación que siente Hoffmann por los autómatas tiene tanto que ver con la metafísica como que la única explicación que en este relato se le da a un maravilloso autómata, llamado El Turco, que habla y se mueve como un humano, es que algún espíritu poderoso se sirve de su mecanismo como de un organismo. En el fondo, de lo que Hoffmann siente terror es de los cuerpos sin espíritu, de la respuesta a esa pregunta que la mayoría de las personas nos hemos hecho alguna vez: ¿Somos cuerpos sin alma? O como diría Hoffmann: ¿somos algo más que autómatas? Por eso su angustia no tiene más remedio –todos nosotros tenemos esa tentación- de vincular la música con el espíritu. De hecho, Hoffmann llega a establecer la identidad de la música con la existencia no sólo del hombre sino de la Naturaleza, donde la música se esconde, dice en este mismo relato, como un secreto: "Únicamente cuando el espíritu obra en toda su pureza física, o sea en sueños, se rompe el hechizo, y entonces hasta podemos escuchar (...) esos sonidos de la Naturaleza y hasta percibimos cómo se engendran en el aire y luego flotan ante nosotros y se difunden y resuenan". (Estas ideas de Hoffmann me recuerdan la única vez que yo mismo soñé con una melodía y logré evocarla al despertarme y escribirla en una partitura: el sueño me daba el título de la música: "la canción de los seres perdidos". Lo curioso es que la guardé muy a la vista y, cuando quise volver a ella, nunca pude encontrarla.) Hoffmann sugiere que al despertarnos lo que también perdemos es la libertad del espíritu. Por eso los autómatas nunca duermen y, por eso, los protagonistas humanos de Hoffmann llegan a obsesionarse con instrumentos que puedan arrancarle también en la vigilia a la Naturaleza, es decir, a la realidad la música que guarda. Vuelve a hablar el protagonista de Los autómatas: "Las arpas del viento consisten en gruesos alambres tendidos en extensos espacios, que se ponen a vibrar en contacto con el aire, resonando poderosamente (...) Penetrando en los sagrados misterios de la Naturaleza, podremos llegar a percibir y ver a la luz del día las cosas que hemos presentido". De noche, se entiende. Sin embargo, el párrafo maravilloso que relaciona la tragedia de los límites del conocimiento humano, que son los límites de la carne, con un sentido espiritual, musical y oculto, está en otro relato titulado El Sanctus: "Siento como si la naturaleza estuviese en torno nuestro como un clavicordio, cuyas cuerdas rozásemos, creyéndonos que los acordes y los tonos los habíamos producido voluntariamente, y muchas veces, si somos heridos mortalmente, ignoramos que el tono inarmónico es el que nos ha producido la herida.
Desde luego que lo es. Eso es lo que da miedo, un miedo que no quiso amortiguar un músico de operetas llamado Offenbach, especialista en el género cómico, que hizo de Los cuentos de Hoffmann su última ópera justo antes de morir en 1880. En esta ópera, tan repleta de alegría musical como de pesimismo argumental, hace tres versiones de los cuentos con el propio Hoffmann como protagonista. El libreto de Barbier y Carré termina con una historia que en el espectador logra fabricar la ilusión de que realidad y ficción son una misma cosa, ni más ni menos en una ópera, el arte más artificioso. La música vive en el espíritu de la joven y bella Antonia, pero su cuerpo padece una extraña enfermedad, por la que Antonia, que es una cantante inaudita, morirá si no guarda silencio. Ella lucha contra su propio espíritu, sólo porque en él habita otra fuerza similar: su amor por Hoffmann. Sin embargo, el espíritu de su madre muerta, invocada por el malvado Miracle, se le aparece para instarla a cantar. Antonia muere por culpa de la música y Hoffmann termina en una taberna refugiado en el alcohol. Allí es donde lo vamos a dejar de un momento a otro, aunque primero va a alzar el brazo para señalar hacia la puerta, por donde entra Niccolo Paganini, contemporáneo suyo, aquel fascinante compositor y violinista que quizá inspiró a Hoffmann el relato El violín de Cremona, donde narra cómo otro violinista llamado Crespel, cuya obsesión más poderosa era su violín, había llegado a la locura de encerrar dentro de su instrumento el alma de una diva a la que amaba y el alma purísima de su propia hija, Antonia (la misma en que está basado el final de la ópera de Offenbach), con el fin de tocar la música más hermosa imaginable. Lo más siniestro de esta historia es cómo el violinista utiliza la fuerza del bien que ha recibido, amor en ambos casos, para invertirlo en la megalomanía de su música. Paganini, muerto en 1842, había arrancado de su violín sus máximas posibilidades expresivas, tantas que en torno a él se forjó la leyenda de que había vendido su alma al diablo, rumores a los que acaso contribuía una mirada especialmente intensa y retadora, cierta avaricia y algunos otros pecados capitales que solemos imaginar en las personas de éxito. Las raras virtudes de este instrumento de nombre modesto y agudo, el violín, han creado a su alrededor la fantasía del diablo, quizá porque es más difícil imaginarse a un diablillo tocando malignamente un contrabajo. Giusepe Tartini, también compositor y violinista virtuoso, padeció un siglo antes la misma leyenda que Paganini. La teósofa rusa muerta hace 112 años, Helena Petrovna Blavatsky, nos la cuenta de esta manera: "Después de haber luchado en vano a fin de hallar inspiración para la sonata que estaba componiendo, el maestro quedó profundamente dormido. Preocupado como estaba con su tema, Tartini soñó que continuaba su trabajo de la vigilia tan estérilmente que, desesperado, invocó al diablo, quien, apareciéndosele, le propuso la más abundante inspiración a cambio de su alma. Hecho el trato, el maestro escuchó al instante un violín maravilloso que ejecutaba la sonata más asombrosa que podía oírse, sobre todo en las frases finales, que no parecían, en efecto cosa de este mundo.... Tartini despertó sobresaltado, pero, con la inexplicable inspiración en el sueño recibida, lleno de ardor, tomó su instrumento, y al punto quedó compuesta la obra que desde entonces se llamó La sonata del diablo". Aquí, Hoffmann, en su taberna, vuelve a levantar el brazo: ¿no había dicho él que el espíritu es en el sueño cuando se encuentra con la música verdadera? La propia madame Blavatsky, que aunque escribió extensos libros, no se dedicó a los relatos de ficción, no quiso dejar de escribir uno, titulado El alma de un violín, en el que sublima esta tradición de violinistas demonizados a través de la historia del joven Franz Stenio, que vivía en una aldea del centro de Europa;, mientras tocaban las campanas de la iglesia para llamar a los fieles a la misa dominical, él interpretaba las notas macabras de la danza de las brujas contraponiendo a la música de Dios la música del réprobo. Esta supuesta danza, por cierto, no es otra que la de la famosas asambleas de brujas y aquelarres que se celebraban en noches señaladas como la de Walpurgis en la montaña alemana del Blocksberg o como la de San Juan en una montaña pelada cercana a Kiev, que inspiró en 1867 a un músico llamado Modesto Mussorgski la partitura de su Noche en el Monte Pelado, la más famosa de las piezas de música fantástica; grotesca, danzante, furiosa y tan mágica y divertida como debe de ser un aquelarre. La evolución del violinista Franz Stenio compendia muy bien las diferentes vinculaciones de la música con la literatura fantástica. Después de desafiar las campanas cristianas, Stenio comienza a vagar por los bosques de Europa buscando, como quería Hoffmann, la música de la Naturaleza, (es cita) "reduciéndolo todo a armonías como el alquimista lo reduce todo a oro (...). Su violín parecía animar con fuerzas de sagrada magia a los mismos árboles, a las peñas, a los musgos, a todo cuanto, como un nuevo Orfeo, le rodeaba embelesado". Es en este momento, cuando se encuentra con el viejo profesor de violín Samuel Klaus, que, asombrado del extraordinario talento de Stenio, le apadrina con su arte y con su afecto. Entonces el joven comete su primer gran error, un error que consiste menos en obrar que en desear, en sentir:(es cita) "Contento(...) con el aplauso de los dioses moradores de su volcánica fantasía, quería además el aplauso de los hombres mortales". Este deseo se va transformando en una poderosa ansia de éxito, en un ambición que le conducirá a la ruina moral y al horror de los mecanismos de lo que el catolicismo dio en llamar pecados de obra. París, capital de la Europa de entonces y capital por tanto de todos los conflictos mundanos, es la ciudad a donde llegan el viejo profesor y Franz Stenio después de una gira exitosa por otras ciudades europeas, que han quedado asombradas del genio del violinista. París, sin embargo, acaba de conocer la música de Paganini, de quien se dice que "la magia de su arco permitíale al gran artista determinar la voluntad de los más aparatosos ataques histéricos en las mujeres y despertar entre los hombres fuertes el más loco frenesí". Todo lo cual se debía, según se murmuraba, a que "las cuerdas de su violín no eran como las de las demás instrumentos, sino que estaban torcidas con verdaderos intestinos humanos, extraídos por su hechicería con arreglo a los cánones más horribles de la necromancia". Muerto de envidia, incapaz de superarle, el joven Stenio jura no volver a tocar el violín hasta no montarlo con cuerdas humanas, y lo que es peor, después de saber por boca de su maestro Klaus que "los meros intestinos humanos no bastan por sí para el logro de nuestro intento, sino que tienen que haber sido arrancados a alguien que le haya querido a uno con afecto desinteresado y santo". ¿Cuántos músicos, escritores y otras personas de bien han sacrificado su propia alma y la de sus seres queridos por una limosna mayor de la gloria? El relato de Blavatsky puede servir de modelo a muchos más. La envidia por el insuperable arte y éxito de Paganini, junto con el conocimiento de que la solución estriba en destripar a su viejo maestro, provoca en Franz Stenio una locura feroz y una fiebre mortal que le lleva al lecho de muerte. Allí el profesor Klaus, entregado a salvar la vida de su alumno, le escucha delirar sobre sus deseos ocultos de tumbarle en la sala de operaciones de un taxidermista. La reacciones de Klaus fueron tres:
"Franz, hijo querido. Cuando leas ésta, tu viejo maestro, tu amigo, habrá hecho ya el mayor sacrificio que por el logro de tu ideal de fama y riqueza podía. El que tanto te amó, hele aquí frío e inerte. Ya sabes lo que te corresponde hacer... ¡Fuera necias preocupaciones! Yo, libre y espontáneamente, te he ofrendado mi cuerpo, en holocausto a tu fama futura, y realizarías la más negra de las ingratitudes si, por timidez o cobardía, hicieses inútil este sacrificio mío. Cuando tu amado violín se vea con sus cuerdas nuevas, y estas cuerdas sean una parte de mi propio, ser, aquél se verá ya investido del mismo secreto mágico del célebre Paganini. En ellas, en mis cuerdas encontrarás siempre que quieras los ecos de mi voz, mis gemidos, mis cantos de amor y bienvenida (....) hacia ti. (...) Entonces alcanzarás a comprender (...) cuán potentes son siempre las notas de todo amor desinteresado". (Aquí acaba la cita). Después de leer la carta, Franz Stenio ahogó un sollozo y un remordimiento y obró con el cadáver de su maestro según necesitaba. Guardó el violín en su estuche, con sus cuerdas flamantes, y concertó un desafío con Paganini ante un auditorio repleto y expectante. La noche antes del duelo, Stenio no puede dormir. Cuando lo logra, el cadáver del viejo Klaus se le acerca a la cama y le cuenta que su alma está presa en las cuerdas de su violín, que ha hecho todo lo posible para liberarse de la mortaja de sus tripas, pero que, como no lo ha conseguido, le pide su ayuda. Al despertar de esta pesadilla, Stenio marcha al teatro, escucha la interpretación fabulosa que hace Paganini de la "danza de las brujas", el entusiasmo del público, sube él mismo al escenario y comienza a tocar la misma "danza". Nos lo cuenta Blavatsky: "Al avanzar las notas del preludio, una extraña reacción se operó en el público. Sí, aquella hábil factura musical era la misma que la de Paganini (...) pero era algo más también (...)Las cuerdas aquellas, pisadas por los largos y enérgicos dedos del joven Stenio, vibraban, temblaban sobrehumanas, cual los intestinos aún palpitantes de la víctima bajo el escalpelo del disector, gimiendo en extraña melodía como el lamento angélico de un niño moribundo (...) Los sonidos parecían colorearse y tomar formas tangibles (...) criaturas infernales, burlonas, proteicas (...) mientas que allá en las sombrías interioridades del escenario parecían estarse representando las mayores lubricidades, los más sabáticos y monstruosos himeneos (...) Todas las delicias del opio, todos los paraísos artificiales ensoñados en sus pipas por los más perturbados fantaseadores coránicos, con huríes seductoras en cuyos labios de fuego libasen a un tiempo la vida y la muerte (...). Mientras, en el público "las señoras chillaban y se desmayaba, los hombres rechinaban los dientes y crispaban las manos" (...). "Era ya indudable que las mágicas voces de mil brujas sonaban allí mismo en los ámbitos de la escena (...) Pero en (...) aquella satánica apoteosis del delirio, en mitad de una de las escalas cromáticas postreras (...) acaeció algo extraño (...). Los sonidos se habían hecho inconexos, contradictorios, inarmónicos, absurdos, mientras que del fondo de la caja sonora surgía la voz cascada y chillona del anciano Samuel Klaus, que, espeluznante y mortal, le decía: ¿Cumplí o no cumplí mi promesa, Franz, hijo, querido". (Aquí acaba la cita). Entonces, las reacciones del público fueron dos:
Vuelve a hablar Blavatsky:
El relato termina con la muerte de Stenio, ahogado por las cuerdas vengadoras, es decir, por el símbolo material que unía la música, la ambición (con asesinato incluido) y el amor (del maestro). Y el colofón lo pone una ironía muy propia de una ocultista como Blavatsky: Paganini, que ha presenciado admirado pero impertérrito el espectáculo, corre con las gastos del entierro y recoge hasta los últimos restos del destrozado violín. Aunque he de pedir disculpas por las largas citas, merecía la pena traerlas aquí desde una edición ya difícil de encontrar, y resaltar así este relato poco conocido de la literatura fantástica, ejemplo perfecto de cómo la música es el motor del miedo y, lo que a mí más me lo produce, cómo el amor desinteresado en la vida se convierte en una feroz venganza desde la muerte. Más conocido es el relato de Lovecraft que lleva por título La música de Erich Zann, y que otro autor podría haber precedido de una cita de Fray Luis de León para después hacer más terrible el mensaje de la historia:
Como era de esperar, Lovecraft logra evolucionar el género del terror también en lo que respecta a la figura del violinista diabólico y lo hace en este relato a través de tres estadios: Para empezar, el narrador y testigo de esta historia nos describe a un violinista que nada tiene que ver con los atractivos Paganini o Franz Stenio; Erich Zann es anciano, mudo, pequeño y encorvado, calvo, con "una expresión entre grotesca y satírica"; no es un músico de éxito y tampoco parece ambicionarlo: nos cuenta el narrador "que por las noches tocaba en una orquestilla teatral". Vive en la buhardilla de una casa vieja, donde también se hospedan otros inquilinos en pisos inferiores, entre ellos, el narrador que una noche oye la música desde lejos y se ve atraído por ella, lo mismo que le ocurre al protagonista del cuento de Herrera y Reissig. El narrador nos explica la razón de esa atracción: "ninguna de sus armonías tenía nada que ver con la música que había oído hasta entonces". Esta característica es común a todos los relatos de este género, pero frente a los protagonistas que ansían el éxito o en todo caso no se esfuerzan en evitar a su auditorio, Erich Zann "no podía tocar para otros sus extraños acordes ni tampoco soportar que los oyeran". El narrador acaba accediendo a este extraño privilegio por la fuerza de la insistencia: pero entonces la música que toca Erich Zann no es la misma, el violinista disimula su arte. Sólo escondido, nos dice el narrador, "en el angosto rellano, al otro lado de la atrancada puerta (...) pude oír (...) sonidos que me embargaron con un indefinible temor, ese temor a algo impreciso y misterioso que se cierne sobre uno. No es que los sonidos fuesen espantosos (...) sino que sus vibraciones no guardaban parangón alguno con nada de este mundo, y a intervalos adquirían una calidad sinfónica que difícilmente podría imaginarme proviniese de un solo músico". Esta calidad sinfónica de la que nos habla Lovecraft se asemeja a aquella música que los protagonistas de Hoffmann estaban empeñados en arrancar a la naturaleza y a los sueños. Pero con una diferencia importante: el misterio de esa música, en Hoffmann, proviene de la hermosura de una realidad oculta; en Lovecraft esa música viene también de una realidad oculta, pero provoca un terror indefinible a algo misterioso "que se cierne sobre uno". A partir de aquí, el narrador va haciendo descripciones de la música que son versiones de otros rasgos que ya hemos oído a lo largo de esta conferencia (por cierto, los propios rasgos de Erich Zann van tomando "un aspecto cada vez más demacrado y huraño"). Así nos lo asegura el testigo: "oí al chirriante violín dilatarse hasta producir una caótica babel de sonidos (...) que me habría hecho dudar de mi propio juicio (...). Cada vez más frenéticamente ascendía el lastimero y chirriante alarido de aquel desesperado violín. El solista emitía unos ruidos extraños al respirar y se contorsionaba cual si fuese un mono, sin dejar de mirar temerosamente a la ventana con la cortina echada. En aquellos frenéticos acordes me parecía oír una nota más estridente y prolongada que no procedía del violín (...) que venía de algún lugar en dirección oeste". Es en estas alusiones a algo que hay más allá de la ventana echada, de la habitación del músico, donde se encuentra el mayor logro de Lovecraft y el sentido profundo del terror que puede albergar este relato. El narrador de esta historia, que ha conseguido entrar en la habitación de Erich Zann, se percata de que la música terrible del violinista no proviene de su sola inspiración: Erich Zann, como también lo hacía Salinas, el músico del poema de Fray Luis de León, toca acompañando algo que hay más allá de la ventana, una realidad más alta y más poderosa, "una no perecedera música", como decía Fray Luis. El narrador nos cuenta así el momento en que por fin se atreve a mirar por la ventana: "no vi una ciudad debajo de mí", como esperaba, "sino únicamente la oscuridad del espacio sin límites, un espacio inimaginable lleno de música y movimiento". Sin embargo, en lugar de de contemplar la armonía de las esferas pitagóricas, el personaje de Lovecraft contempla "el caos y el pandemonium más absoluto". La desarmonía terrible y maligna del universo es la clave de nuestra existencia. Habrá que dejar para otra ocasión el uso que Lovecraft hace del sonido en muchos de sus relatos para conseguir en el lector la sensación de terror o de simple misterio. Hay un terror de otro orden, una escrupulosa degradación de la música como aquel arte más espiritual del que hablaban los románticos que se corresponde con la degradación absoluta de la sociedad humana, en un estupendo relato escrito por Kafka sólo tres años más tarde de que Lovecraft escribiera La música de Erich Zann. Kafka escribió Josefina la cantora o el pueblo de los ratones en 1924, cuando comenzó a sentir los síntomas de la enfermedad que le empujaría a la muerte ese mismo año. Es entonces cuando Kafka quiere contarnos sus impresiones sobre el arte más espiritual. Al principio del relato, no sabemos muy bien quién es esta diva Josefina ni quién el narrador que desmenuza los pormenores de su personalidad y de su fama. Poco a poco, a través de esa transgresión continua encadenada lógicamente, trabada e inquietantemente explicada a través de la razón, tan propia del arte de Kafka, vamos comprendiendo, ayudados también por el título, que Josefina no es más que un roedor, que el público que la aclama y que muere por ella no son más que roedores atemorizados en el momento de su muerte, y que su bellísimo canto no es más que un chillido. Lo que asusta en esa degradación es cómo entre nosotros "se afirma esa ninguna voz, esa ninguna destreza", un "nosotros" que el lector sabe que toca, en última instancia, lo peor de la sociedad del siglo XX en la que Kafka está a punto de morir. "Nosotros", dice el narrador en el que nosotros no podemos ver un ratón, "nosotros no tenemos escuelas, y de nuestro pueblo, a cortísimos intervalos, manan bandadas incontables de niños, siseando o pipiando hasta que pueden chillar; revolcándose o rodando bajo la presión del montón, hasta que pueden andar solos; arrollando torpemente con su masa todo lo que encuentran hasta que pueden ver". ¿Este es el pueblo que ya somos, se pregunta el lector, el que seremos en los tiempos venideros? Una vez, en otros pueblos, sabemos que existió la música. En el pueblo de los ratones, escribe Kafka, la voz es como sigue. "Bisbisando en confianza, muchas veces con ronquera, a fuerza de chillidos por mortecinos que sean, puesto que así es la lengua de nuestro pueblo, sólo que muchos chillan toda la vida y ni siquiera lo advierten". No podemos dejar de identificar el siglo XX con la voz del narrador: "Somos demasiado viejos para la música", dice, "su agitación, su vuelo no convienen a nuestra pesadez. Cansados, la rechazamos con el gesto: nos hemos reducido a chillar. Nos bastan unos pocos chillidos, de tiempo en tiempo". ¿Qué ha ocurrido entre la visión de la música que tenía Hoffmann a esta de Kafka? y, sobre todo, ¿qué ha ocurrido entre el mito de Orfeo y el mito de Josefina la cantora? "Es verdad" –nos dice el narrador- "que muchas veces el enemigo dispersó nuestras reuniones, matando a muchos de los nuestros, y que Josefina, la culpable de todo –tal vez atrajo al enemigo con su chillar- se reservó siempre el lugar más seguro y desapareció la primera, con la complicidad de sus partidarios. Todos lo sabemos, y sin embargo, nos apresuramos a rodearla cada vez que vuelve a cantar". El amor y la belleza de los cantos de Orfeo eran capaces de abrir las puertas del infierno y calmar la ansiedad de la muerte. Los chillidos y la moral interesada de Josefina y sus partidarios atraen al enemigo y, con él, a la muerte. "Todos lo sabemos, y sin embargo, nos apresuramos a rodearla cada vez que vuelve a cantar". Lo que realmente asusta es que esto pueda ser un simple retrato de nuestra sociedad. En ella surgió el cine, el cine de terror y sus bandas sonoras, entre las que músicos como Bernard consiguen estremecer el oído, ya apagadas las imágenes. En ella surgió una música, para algunos, comparada con la clásica, no sólo más pobre en su arte, sino llena de "ruido" y "chillidos", que, en relación con el terror, habría culminado en ciertos grupos de ultra-rock cuyas letras, ya directas ya a través de la inversión de lectura de un reproductor, transmitían conocimientos satánicos. Ni unas ni otras son objetos de mis palabras de esta noche, ni del salón de baile de los Duques de Santoña. Uniéndolas ambas, Lou Reed ha incluido en un reciente y estupendo disco dedicado a Edgar Allan Poe una lectura de su poema The raven por parte de Willen Dafoe, que sabe arrancar a sus versos la grandeza de su sonoridad y de su hipnótico never more. Poe, que compuso este melancólico y terrorífico poema como resultado de su deseo para lograr la belleza y que definió la poesía "como la creación rítmica de belleza", hizo del ritmo, concretamente de ese ritmo llamado latido , el tema de uno de sus relatos más famosos, El corazón delator. Hay dos cimas musicales en este relato: la primera, de noche, cuando el asesino está asomado a la puerta del viejo al que se propone matar y el corazón de éste, alertado, comienza a latir con tal fuerza, que el asesino, capaz de oír "todo lo que puede oírse en la tierra y en el cielo", no puede hacer otra cosa que precipitarse sobre su víctima. La segunda cima musical ocurre de día, ante los policías que preguntan al protagonista por la desaparición del viejo. El asesino, que al principio del relato dice tener "el oído más agudo de todos", capaz de oír también lo que puede oírse "en el infierno", empieza a escuchar ese "resonar apagado y presuroso..., un sonido combo el que podría hacer un reloj envuelto en un algodón". Ese sonido, que los demás no pueden escuchar, corresponde al corazón del viejo asesinado tanto como a la enfermedad y al remordimiento del cerebro del asesino, igual que en el experimento de Dartmouth, el cortex de cada uno de los músicos reaccionó de manera diferente ante la misma melodía. Latidos y música, corazones y conciencia. Estas son algunas de las historias que nos han contado. En cuanto a la nuestra, todos albergamos en algún lugar de nuestro cortex un corazón delator que ha unido una melodía, un sonido, un ruido, o un recuerdo a nuestro miedo. alfonso salazar
Existe otro reino del tiempo en los Cárpatos. La tradición vampírica nos coloca sobre la pista de una ansiedad humana: la superación del tiempo, de la vida y la muerte, la desconfianza en la vida ultra terrena, porque la maldad está entre nosotros. Stoker utiliza esta utopía, revestida como un descubrimiento. El vampiro fraguado por el autor irlandés se nos muestra como el ser ajeno a toda coordenada de tiempo. Encontraremos la clave en el primer título de su Drácula, The Undeath. Lo no muerto, pero también lo no vivo, lo que no vivirá, pero también lo que no morirá. A menos que la alianza de los sumisos, los defensores del bien, del tiempo organizado, de la predestinación divina acaben con ese estado no vinculado a meses, semanas y años, sólo a días y noches. Sin otro fenómeno natural que la alternancia de la oscuridad y la luminosidad -mal y bien, muerte y vida-, Drácula no envejece, o rejuvenece de pronto, o puede vivir los mil años. Pero esta existencia sórdida, pues se desliga de las normas, ha de ser cortada de raíz. El desafío de Drácula estar y no estar, ser y no ser, no precisar de las necesidades básicas -comer, dormir- como superación de sometimientos humanos, entraña obligatoriamente un componente mágico y que sea a la vez talón de Aquiles. Y este talón será el ingrediente humano más divino: la sangre. La ausencia de la sangre fresca, la necesidad de ella, arrastra al señor de la noche. Así como el día lo debilita, como el mar le prohibe, como sólo la tierra donde Dios no ha posado su mirada le ofrece descanso. Drácula es el símbolo del hombre enfrentado a pecho descubierto con su destino, no hay error en su decisión, sólo la voluntad de permanencia en contra de toda ley inexorable. Aunque para ello, haya que transgredir las reglas naturales. Sin embargo el vampiro nos parecerá como angustiado: hay que salvar al conde de su condena, hay que devolverlo al mundo de los vivos, al redil de los muertos, a las coordenadas comprensibles de la muerte y la vida eterna, de la vida terrena y la tumba quieta. El descubrimiento para los personajes de esta posibilidad –un tiempo no sometido al tiempo- parte la novela en dos. Lucy Westenra, envenenada, nacida a ese reino de lo no sumiso, alerta a la humanidad estanca, sorprendida en los cambios radicales del fin del siglo XIX, una sociedad confiada y concéntrica. Lucy camina blanca, pálida, delgada y lánguida por el cementerio. Lucy está ya más allá del tiempo, de la ciencia, por tanto, se colige, debe sufrir su alma. Sólo la divinidad y la luminosidad, la consagración y la cabeza cortada –que no piense el corazón- pueden devolverla al mundo muerto y la felicidad eterna. Es en este punto cuando los partidarios del bien –y siempre marionetas de la coordenada civilizada- asumen el papel de salvadores de almas: destrozarán el cadáver (profanan y violan el cadáver) con el fin de salvar al alma a costa del cuerpo y perseguirán al proscrito, a aquel que se saltó el juego de la vida y la muerte. El transgresor, sitiado, intenta volver a su reino. Y tomará el rumbo antiguo del transporte en carro, como en la ida acudió en barcos, ajeno a los avances de los medios de comunicación. Allí llegará la mano de dios para que el mundo vuelva a sus términos absolutos. Nadie puede desafiar el tiempo y quedar impune –recordemos a Asclepio, condenado por revivir a los muertos, escarneciendo el destino. Nadie puede estar y no estar –no está frente al espejo, pero está frente a mí-; nadie puede ser y no ser –vuela en la noche un murciélago, cautiva en la noche un hombre-; nadie puede infringir. Infringir supone el mal y el dolor, los niños muertos, el olor nauseabundo, ratas y lobos, el sufrimiento tremendo del alma pura, el mantenimiento del cuerpo incorrupto –sólo permitido a la santidad-, la mala vida que vaga en la noche. Se precisa la confabulación del bien, de lo que siempre ha sido, el mandato divino, la costumbre. Drácula es el símbolo del hombre que supera las limitaciones de la muerte eterna y las sustituye por un malestar terreno. Por eso no puede existir y surge la conjura. Un ser llevado por al sangre, necesitado de la vida ajena -la ley del más fuerte, la explotación constante que critica el barniz de la bondad-, ángel caído, corrupto por la naturaleza, un ser que otorga el ejemplo de seguir siendo siempre el niño sin reglas, cautivo de sus instintos y el placer. Es tan fuerte que cambia su realidad. Vence a un dios. Y por supuesto tendrá la niebla, los animales salvajes, las tormentas y todas las fuerzas de la naturaleza. A sus órdenes.
ernesto pérez zúñiga
El susto es poco más que un sobresalto. La alarma es un susto que se estira en el tiempo, ya sea por una amenaza justificada o por la influencia de un grupo de murmuradores. Pero el miedo, el miedo auténtico, no admite hipocresías. A menos que obedezca a un volcán que se abalanza sobre un pueblo, o a un emperador que pulveriza una nación extranjera, el miedo es una emoción muy poco social. El miedo nos conoce a la perfección y, a cada uno de nosotros, nos acecha en nuestra más depurada individualidad, aunque esté camuflada detrás de una estantería de máscaras o debajo del diván donde se turnan las confesiones infinitas de las distintas personalidades que cobijamos uno solo. Hasta aquel lugar, el que mejor hayamos escondido, vendrá el miedo a quebrarnos con su fina aguja. Él sabe que siempre estaremos solos ante lo desconocido. Él sabe que siempre estaremos solos ante el daño que vamos a soportar nosotros o aquellos a quienes amamos. No importa que nos rodee la multitud en una plaza ni que el universo entero sea proyectado en la pantalla de un televisor. No basta que un buen amigo apriete tu mano. Cuando el miedo nos asalta, somos acorralados contra la pared más íntima de nuestra soledad. Sería muy interesante ir comprobando, vestigio a vestigio, cómo el ser humano ha ido refugiando su miedo en la literatura y en el arte en general. Se me viene a la cabeza un cuadro que lo expresa: El grito de Munch; otro que lo narra: La pesadilla de Füssli; y una obra que lo lleva en la médula que había dentro de cada línea del pentagrama donde fue escrita: La isla de los muertos de Rachmaminov, que se basó en el lienzo homónimo de Arnold Boecklin, para introducirnos con su música en la barca de los muertos que Caronte guía por la laguna Estigia. Uno, al escucharla, se mece en esas olas construidas sobre las tenebrosas notas del Dies Irae. Es una recreación sobre el infierno de los clásicos, los clásicos que, cuando todavía no lo eran, también tenían miedo. Es famoso este pasaje del canto XI de la Odisea, donde Ulises ha llegado a las Tinieblas Infernales, el Érebo, para pedirle al adivino Tiresias un pronóstico para su viaje, un pronóstico para su tiempo:
"Más después de aplacar con plegarias y votos las turbas de los muertos, tomando las reses cortéles el cuello sobre el hoyo. Corría negra sangre. Del Érebo entonces se reunieron surgiendo las almas privadas de vida, mujeres desposadas, mancebos, ancianos con mil pesadumbres, tiernas jóvenes idas allá con la pena primera, muchos hombres heridos por lanza de bronce, guerreros que dejaron su vida en la lid con sus armas sangrantes. Se acercaban en gran multitud, cada uno por su lado con clamor horroroso. Yo, presa de lívido miedo (...), sacando otra vez el agudo cuchillo, me quedé conteniendo a los muertos, cabezas sin brío, sin dejarles llegar a la sangre hasta hablar con Tiresias".
Esos muertos que aterrorizan a Ulises quieren saciar su sed de vida en la negra sangre de las reses sacrificadas, allá en la antigua Grecia, igual que Bram Stoker mojaba su pluma en la tinta negra que había adquirido en algún establecimiento de la moderna Gran Bretaña para escribir su Drácula. Y aquel canto era popular entre los griegos como hoy día, en un pueblecito soriano, se reúne todo el pueblo la Noche de Difuntos desde no se sabe cuándo para cantar unas cuartetas cuyo autor ya se ha perdido en el tiempo:
Olvidamos los nombres de nuestros antepasados pero nunca perdemos la memoria del miedo.
Esto lo escribió García Lorca en su adolescencia, que es la estación espiritual del miedo como el invierno es la estación donde el miedo se hace cuerpo. Y –termino ya con este juego de simetrías- unos lo expresan en un poema, otros los plasman en una historia; unos lo escriben y otros lo leen; y ambos experimentan una sensación unísona de dolor y desahogo. De esta manera el miedo nos encierra en nuestra habitación más privada con la sola compañía de un libro, el regalo más maravilloso que se puede entregar a nuestra soledad, pues un libro es el único lugar donde poder sufrir nuestro miedo al mismo tiempo que se disfruta de él, por la sencilla razón de que leer es una actividad solitaria y placentera. En el sillón o en la cama, una buena historia de miedo nos enfrenta con una pesadilla ajena a la que acabamos perteneciendo. Es un fenómeno que suele ocurrir al final de la infancia: uno de esos libros se nos aparece en el momento justo en que estamos descubriendo esa soledad que hay en nosotros y, con ella, los grandes miedos de nuestra condición humana, mucho más profundos ahora que aquellos, los primeros de la niñez, todavía demasiado inocentes y sencillos como para hacer temblar los cimientos de una conciencia que por entonces apenas es una semilla. Nuestra conciencia es el tambor del miedo y, sin ella, el miedo nos pasaría desapercibido. Por esos años, conforme la niñez se va deshaciendo en la pubertad, esa conciencia va echando raíces en una soledad creciente, al tiempo que se desarrolla nuestra capacidad de reflexión y de lectura. Es entonces cuando leemos por primera vez Los ojos verdes de Bécquer, donde, en la Fuente de los Álamos su protagonista sucumbe de amor ante una bellísima mujer demonio que acaba por ahogarlo en las aguas donde ella habita, por supuesto, entre sus brazos; justo cuando el deseo de unos brazos y unos labios ajenos está empezando a reventar cotidianamente en uno, que se ha acercado por la mañana a una compañera de clase con el secreto temor de ser arrastrado al fondo de un rechazo o de un capricho adolescente, como en efecto, acaba sucediendo. Luego, por la noche, el lector se mira en los reflejos de la Fuente de los Álamos. O se identifica con Miles, el niño de su misma edad que, en la Otra vuelta de tuerca de Henry James es tutelado por el fantasma de Peter Quint, que le malicia por el laberinto de las perversidades. Después, una vez terminado este libro, con la nebulosa culpa de haber participado de algún modo en la muerte del niño, uno comienza a comprender que el que ha muerto es el niño que todavía se es sin ya serlo y, sin pensárselo mucho más, comienza la lectura de El vigilante, de Sheridan Lefanu en aquella estupenda antología que hizo Rafael Llopis para Alianza, relato que enseña cómo los actos cometidos nos persiguen incluso desde el más allá para castigarnos en esta vida:
"En la calle reinaba un silencio profundo, temeroso, como si en él acechase algo indefinible... Al cabo de un momento empezó a oír el ruido de otros pasos que parecían seguirle, manteniéndose siempre a una distancia constante de él".
Poco más adelante, el perseguidor le envía un mensaje al perseguido:
"Nadie con una conciencia limpia debe temer al vigilante".
O como le aclara otro personaje a mitad de la historia:
"Usted es su propio perseguidor".
Una tesis muy parecida –no sabemos si es algo sobrenatural o nuestra propia mente la que nos castiga- sostiene El corazón delator de Edgar Allan Poe. Y, por cierto, quién, que por entonces haya sustituido un amor intenso por otro no tanto, no ha temido y deseado que en el rostro del nuevo ser amado se encarnen desde la muerte –y cito a Poe- "los grandes ojos, los ojos negros, los extraños ojos de mi perdido amor, los de Lady.... Lady Ligeia". Para colmo, en ese momento de la adolescencia en que uno busca su identidad, tiene la inmensa fortuna encontrase con Stevenson, o de reencontrarse con él y, en concreto, con El extraño caso del Dr. Jeckyll y Mr. Hyde y empieza a intuir que no hay una sola personalidad, como él creía y la que él buscaba, sino que el individuo cobija varias que normalmente operan por separado pero las cuales llegarían a ser feroces enemigas si algún día lograran actuar al mismo tiempo. A este paso, el lector va llegando a las puertas de la juventud devoto hasta la muerte del placer masoquista por la literatura de miedo. Y profesa para siempre los votos de este género y se repite, como si de una jaculatoria se tratara, ese microcuento de horror que escribió Juan José Arreola:
"La mujer que amé se ha convertido en fantasma. Yo soy el lugar de sus apariciones".
Las historias de miedo –prefiero esa denominación casera, de niño con abuelo, a ninguna otra- tienen en común una trama que corre dentro de un cable de tensión sobrenatural, alta o sutil. En todo caso, el camino de la historia está trazado sobre las arenas movedizas de la anormalidad. Mientras avanza por sus páginas, los pies del lector se van hundiendo en la contemplación de un monstruo que es la imagen deformada de sí mismo, del que se está mirando en un libro o leyendo en un espejo. Porque las mejores de estas historias poseen, a la vez que un argumento inquietante o terrorífico, el desarrollo de un conflicto tan profundamente humano que sólo en el horror y en lo indefinible puede explicarse y aceptarse como si no fuera nuestro. En este sentido, tanto el escritor como el lector son unos tramposos: disfrutamos con la narración de unos acontecimientos que están proyectados sobre la fantasía literaria y que padecen unos personajes lejanos, irreales, otros: el otro. Es una trampa cuya eficacia consiste precisamente en que el horror de esos acontecimientos y personajes no son más que una hipérbole de nuestros peores miedos. En las criptas y en los espectros de estas historias, habitan nuestros propios fantasmas encarnados en un protagonista que se enfrenta a un abismo donde se esconden nuestras preguntas sin responder. El monstruo por excelencia, la criatura de Víctor Frankenstein, es más que nada el hijo de un dios que le condena a una existencia infeliz. Su principal horror no es otro que el que tanto filósofos y teólogos han intentado explicar a la naturaleza humana. Dice el Monstruo:
"¡Mil veces maldito el día que me vio nacer! (...) ¡Infame creador! ¿Por qué habéis dado vida a un ser monstruoso frente al que, incluso vos (le dice a Víctor Frankenstein) apartáis de mí la mirada, lleno de asco? (...) Mi cuerpo es una abominable parodia del vuestro, más inmundo todavía debido a esta semejanza. Satán tiene, al menos, compañeros, otros seres diabólicos que le admiran y le ayudan. Pero mi soledad es absoluta y todos me desprecian".
Muchos protagonistas de los relatos de Lovecraft actúan como seres atormentados que, en la búsqueda de un sentido oculto y verdadero de la vida, se adentran en mundos cada vez más cenagosos por alejados de la racionalidad y de la cordura, un más allá que los acaba devorando, sin dejar otro rastro de ellos que el testimonio de la angustia que les produjo esa travesía en sombra. Lo explica muy bien el narrador de La llamada de Ctulhu, antes de pasar a describirnos el horror que llegó a conocer:
"A mi juicio, no hay cosa más digna de compasión en este mundo que la incapacidad de la mente humana para poner en relación todo su contenido. Vivimos en un apacible islote de ignorancia en medio de tenebrosos mares de infinitud, pero no fuimos concebidos para viajar lejos. Hasta el momento las ciencias, cada una siguiendo su propia trayectoria, apenas nos han reportado mal alguno. Pero el día llegará en que la reconstrucción de los conocimientos dispersos nos pondrá al descubierto tan terroríficas panorámicas de la realidad, y de la pavorosa situación que ocupamos en las mismas, que o bien nos volveremos locos ante semejante revelación o huiremos de la luz mortal en pos de la paz y salvaguardia de una nueva era de las tinieblas."
Y, en relación con estas tinieblas, no hay en la mitología moderna una encarnación del mal tan poderosa como la de Drácula. En contra de la interpretación cinematográfica de Coppola, donde el vampiro cobra ese prestigio y comprensión que hoy le damos al comportamiento de los poetas malditos y donde la ambigüedad de Mina Harker es más bien la de una enfermera de Chicago que descubre que no ama a su actual marido sino al enfermo que atiende cada día en el hospital, en contra de esta interpretación, digo, el libro de Bram Stoker es una clarísima exposición de la lucha entre el bien y el mal, ambos en estado puro. Drácula es la maldad por excelencia, la maldad que es casi infinitamente poderosa por los poderes sobrenaturales del vampiro y, sobre todo, porque resulta inconscientemente atractiva para cada ser humano: Drácula tiene el privilegio de la inmortalidad, tan ansiada por el hombre desde que Dios lo expulsara del Paraíso, un privilegio que el vampiro obtiene gracias al delito de sangre, justo el que cometió Caín y por el que Dios le maldijo y de cuya maldición descendemos ya encadenados a la debilidad y a la muerte. Drácula, en cambio, el peor de los hijos de Caín, es poderoso e inmortal gracias a que asegura su vida por la acumulación de muertes humanas en cuya ejecución encuentra un placer muy parecido al deseo sexual. En esa unión de dos de los mandamientos de la ley de Dios: "no matarás" y "no cometerás actos impuros" se encuentra el peor de los pecados, que paradójicamente obtiene, por el poder del mal, una recompensa eterna en vida a cambio de la soledad y del hedor de las bestias. "Entonces posó sus malolientes labios sobre mi garganta", cuenta Mina Harker. Ella, cuya vida –y más importante aún, su alma- intentan proteger Van Helsing y su grupo de hombres, es la encarnación del bien en el libro de Stoker. En nuestra larga tradición simbólica, repleta de heroínas y santas, no hay desde la Virgen cristiana una mujer cuya pureza –la pureza del bien- sea comparable a la de Mina. Esa pureza –la de su alma y la de su sangre – es la que pone en peligro el vampiro. "¡Oh, impura, soy impura! ¡Nunca más podré tocarte ni abrazarte! ¡Oh, pensar, que soy tu peor enemigo, que es a mí a quien debes temer!", le dice Mina a su marido Jonathan poco después de que Drácula la infestara con su sangre. Mucho más irónico es lo que le había dicho Drácula a ella antes de morderla: "Vamos, ten calma, querida. No es la primera, ni la segunda vez que la sangre de tus venas sacia mi sed (...). Tú eres mía ahora, carne de mi carne, sangre de mi sangre, y tú colmarás todos mis deseos, serás mi compañera y mi bienhechora". Porque Drácula, sólo destruyendo a Mina logrará poseerla, y ésta es, sin duda, una de las maldiciones del amor humano. La intensidad emocional que padecen –o hacen padecer- los personajes de la literatura de miedo hace que el peso de su individualidad como protagonistas sea mayor que en cualquier otro tipo de literatura. De hecho, en numerosas ocasiones, son ellos los que dan el título a la obra, como los mencionados Drácula, Frankenstein, Jeckyll y Hyde, Ligeia y tantos otros relatos entre los que quiero destacar esta tarde aquí, El estudiante de Salamanca, de Espronceda, entre otras razones, por su absoluta singularidad en la biblioteca del miedo que reunió el siglo XIX español. El Estudiante de Salamanca es un cuento (como subraya el subtítulo), un cuento de miedo escrito en verso que, aunque tiene ilustres precedentes como La novia de Corinto de Goethe, ahonda en la metafísica del terror, yo diría, más que ninguna prosa española de aquella larga época. La ambientación con la que comienza el poema no puede ser más prometedora:
Desde aquí, dan ganas de leer el cuento entero, pues, aparte de que los versos sean excelentes, Espronceda hace un uso musical y rítmico de la métrica como yo nunca he visto en otro lugar, amalgamando forma y contenido como un alquimista que convirtiera los reflejos de la realidad en muñecos vivos del arte. Con la misma facilidad que escribe los octosílabos que acabo de leer, que siguen la tradición del romance, perfectos para comenzar una historia (en la edad media las historias se contaban en octosílabos), de pronto Espronceda utiliza trisílabos para describir la rapidez de un hombre que pasa:
No es esta la ocasión para detenernos en cuestiones musicales (aunque el miedo tiene su música, como la Música fúnebre de Lutoslawski), pero la cuestión musical es asombrosa cuando Espronceda describe cómo el Estudiante de Salamanca, Don Félix de Montemar, desciende a los infiernos en persecución del fantasma de Elvira, la mujer que se suicidó por su causa, no correspondida en su amor, y que ahora le guía hacia el lecho nupcial donde le aguardan fémures apasionados y besos de calavera. Suene la música como suene, lo que más nos importa aquí es la descripción que hace Espronceda de su protagonista. Al principio es un golfo bravucón que recorre la noche salmantina sin ningún temor de los hombres, y poco a poco, va desafiando también a los muertos, al Diablo y al mismo Dios. Las calles nocturnas se transforman en galerías pobladas de espectros que conducen a un dolor sobrenatural, y en don Félix se agiganta el héroe convencional romántico:
Segundo Lucifer que se levanta del rayo vengador la frente herida, alma rebelde que el temor no espanta, hollada sí, pero jamás vencida, el hombre en fin que en su ansiedad quebranta su límite a la cárcel de la vida y a Dios llama ante él a darle cuenta, y descubrir su inmensidad intenta.
Por fin alguien arroja su miedo –que es su vida- por la borda y se pone a la altura de Dios para hacerle confesar todas esas preguntas que tenemos sin responder, para reprocharle la creación del sufrimiento y la muerte, para echarle en cara la creación misma y la propia identidad divina. En la ciega y orgullosa valentía de Montemar nos sentimos por fin reivindicados contra la angustia de nuestra ignorancia humana –hay uno, aunque sea sólo uno, uno que no teme- y el peor de los castigos –cuando Montemar sufre la más espantosa de las muertes- no es la caída del héroe que nos representa, sino que nosotros regresamos a la oscuridad de nuestro miedo. Y uno se queda muy solo con su miedo. Es lo que le pasó a Ulrico Kunsi, el protagonista de un cuento de Maupassant, El refugio (o El albergue, también traducido así). Resumo su planteamiento para quien no lo conozca: El refugio está en la montaña y todos los inviernos se queda aislado por la nieve. Lo vigilan, con un perro, el joven Ulriko y el viejo Gaspar Hari. Un día éste se va a cazar y no vuelve al refugio. Ulrico sale a buscarlo y, después de largas horas por la nieve, decide regresar. Sabe que Gaspar puede estar sólo unos metros más allá, pero sus fuerzas desfallecen y si continúa adelante morirá. También sabe que Gaspar puede estar perdido en cualquier otra dirección de la montaña. Y que dentro de poco comenzará a agonizar. Ya delante de la chimenea, Ulriko Kunsi cree oír el último grito del viejo antes de entrar en la muerte. Y, desde entonces, sabe que el espíritu de Gaspar Hari le perseguirá hasta que no encuentre su cuerpo y lo entierre en el cementerio. Es aquí cuando en la conciencia de Ulriko se levantan como esculpidos en un sólo tótem los demonios del miedo y de la soledad. Maupassant lo cuenta con su máquina de fotos perfecta, especialista tanto en exteriores como en interiores:
"Cuando sale el sol, Kunsi recobra un poco su seguridad perdida y prepara su almuerzo, hace la sopa para el perro, y luego se sienta, inmóvil, torturado, pensado en el viejo tirado en la nieve. Pero, en cuanto la noche cubre de nuevo la montaña, le asalta el mismo terror. Y empieza a dar vueltas por la cocina apenas alumbrada por la llama de un velón, y la recorre a largos pasos, andando de un extremo a otro, escuchando, escuchando siempre si el horrible grito de la noche anterior no rasgará el pesado silencio que reina fuera. El miserable se siente solo, solo como ningún hombre se ha sentido, solo en la desierta inmensidad de nieve, solo a dos mil metros sobre la tierra habitada, por encima de las casas humanas, por encima de la vida que se agita, bulle y palpita, solo bajo el cielo helado. Deseos locos de escapar, no importa dónde, no importa cómo, se apoderan de él (...); pero ni siquiera se atreve a abrir la puerta, pues está seguro de que el otro, el muerto, le cerrará el paso para no quedarse solo allá arriba".
Este Ulriko me recuerda inevitablemente la Ulrika de Borges. No sólo por la fraternidad de los nombres, sino porque en este relato también hay nieve y mucha soledad, aunque esta vez compartida. El narrador y Ulrika pasean por un campo nevado, de Inglaterra. Ella "era ligera y alta, de rasgos afilados y de ojos grises", dice Borges. Los dos acaban de conocerse, se han besado y Ulrika conduce la conversación por vaguedades muy antiguas. Hasta que de pronto dice algo muy concreto:
"-Oye bien. Un pájaro está por cantar. "Al poco rato", dice el narrador, "oímos el canto. "En estas tierras", le dice a Ulrika, "piensan que quien está por morir prevé el futuro." "Y yo estoy por morir", dice ella.
Entonces el lector puede pensar que uno pasa la vida en vaguedades y que lo único concreto es la muerte, y que Ulrika puede estar al mismo tiempo viva y muerta, puesto que conoce el momento de su muerte cercana. Poco antes había aullado un lobo.
-¿Oíste al lobo? –dice Ulrika cuando llegan a una posada-. Ya no quedan lobos en Inglaterra. Apresúrate.
Entonces el narrador sube corriendo las escaleras que conducen a la habitación donde ya le espera el cuerpo desnudo de Ulrika, un cuerpo que quizá sea sólo la imagen de un fantasma que conoce el futuro y el pasado –"Ya no quedan lobos en Inglaterra"- y que puede desaparecer de un momento a otro en la ficción del tiempo. El narrador llega a abrazarla y nosotros sabemos que ese es el abrazo más solitario del mundo porque Ulrika, esté viva o esté muerta, es o será un espectro tarde o temprano o ahora mismo. Cuando ella haya desaparecido un minuto equivaldrá a un segundo o a un año. Uno siempre se acaba quedando sin Ulrika y, como Ulriko, se queda muy solo con su miedo. Y lo único que nos hace compañía es el pavor de los otros en una buena historia. ¿En una ficción? Helena Petrovna Blavatsky sostenía que sus historias eran revelaciones de los arcanos. Ella, que fundó la Sociedad Teosófica en Nueva York hace unos 130 años, cuenta que mucho antes había recibido en el Tíbet su capacidad de contactar con el más allá. Y que viajó por toda Asia y por la Europa tenebrosa antes de hacerse famosa en los salones aristocráticos de Londres. Muchos creyeron en ella y otros tantos la descubrieron farsante. En cuanto a esto, lo único que yo he llegado a saber es que su mirada es capaz de turbar aún desde las ilustraciones de un libro viejo. Mario Roso de Luna, científico, filósofo y escritor español de principios del siglo XX, descubrió un cometa, dirigió la Biblioteca de las Maravillas y se convirtió en propagador incansable de las doctrinas teosóficas de Madame Blavatsky y también de sus narraciones. Roso de Luna compara los cuentos de Blavatsky con los "pinceles hiperfísicos" del Greco y Goya, y con los maestros de la narración macabra, estableciendo con estos últimos una (y lo cito) "diferencia esencialísima. Estos los ensoñaron en sus delirios de inspiración o neurosis de la que acaso fueran víctimas, mientras que aquélla, aunque parezca a primera vista lo contrario, glosó sus argumentos con pleno dominio de sí misma y con un fin perfecto y conscientemente ocultista (...). Es decir, que, mientras los cuentos, por ejemplo, de Poe, cuentos escritos bajo el influjo del alcohol, son cuentos que parecen dictados por alguien desde el astral, ese vedado mundo que Poe había abierto con la ganzúa de la bebida, los de Helena Petrovna no son sino fábulas entretenidas, bajo cuyo velo encubrió, para que los hallasen después los espíritus selectos, las enseñanzas más fundamentales del Ocultismo." Desde luego, ese fabular consciente de madame Blavatsky tiene un poder de inquietud, igual que su mirada en los retratos antiguos. Sus historias suceden, de alguna manera, en el infierno de nosotros mismos. Sus protagonistas son nuestros demonios y condenados: comportamientos que repugnaron nuestra moral más despiadada, fantasías y existencias prohibidas que confinamos en el subconsciente al despertar de una pesadilla en el alba de nuestra adolescencia. El relato suyo que prefiero se llama El alma de un violín y creo que es una de las mejores narraciones de toda la literatura fantástica. En él, la ambición de perfeccionamiento y de belleza hace que un músico instale en su violín cuerdas fabricadas con los intestinos de su mejor amigo y maestro, quién amándole, se ha suicidado para dejarle las entrañas a su disposición:
"Franz, hijo querido –le dice en la carta de despedida-. Cuando leas ésta, tu viejo maestro, tu amigo, habrá ya hecho el mayor sacrificio que por el logro de tu ideal de fama y riqueza podía. El que te amó tanto, héle ya aquí frío e inerte. Ya sabes lo que te corresponde hacer (...) Yo, libre y espontáneamente, te he ofrendado mi cuerpo en holocausto a tu fama futura, y realizarías la más negra de las ingratitudes si, por timidez o cobardía, hicieses inútil este sacrificio mío. Cuando tu amado violín se vea con sus nuevas cuerdas y estas cuerdas sean una parte de mi propio ser, aquél se verá ya investido del mismo secreto mágico del célebre Paganini. En ellas, en mis cuerdas, encontrarás siempre que quieras los ecos de mi voz, mis gemidos, mis cantos de amor y de bienvenida, los acentos (...) de mi inmenso amor hacia ti (...). Entonces alcanzarás a comprender y a oír, oh Franz querido, cuán potente son siempre las notas de todo amor desinteresado, y en la última caricia de aquellas cuerdas te acordarás de que son el cuerpo y el alma de tu abnegado maestro que, por última vez, te abraza y te bendice."
Madame Blavatsky lleva al límite la mundanal sospecha de que el alma humana pervive en los objetos que le pertenecieron en vida y, sobre todo, el nefasto poder del egoísmo para destruir el amor que se le entrega, y el nefasto poder del amor ciego para construir el egoísmo en el ser amado. Todo indica que las historias de miedo son narraciones de aventuras en las que los personajes luchan por la solución de un misterio que está dentro de ellos mismos, como Hyde está dentro de Jeckyl. Una lucha en la que los lectores comenzamos a participar desde la primera página. Es una puerta interior. Cuando la has abierto, te arrastra el vacío de una fuerza incontrolable, como la marea aleja al nadador experto de la orilla, una fuerza sobre la que el hombre no puede usar ninguna de las habilidades de su raza, ninguna de las conquistas de la razón. Porque eres un aventurero perdido en una selva no explicada, donde los gritos de lo invisible te interrogan, donde te espían ojos que nunca fueron clasificados en los libros de los naturalistas y hay un olor en el aire que sólo se puede identificar con el alma. Y es ahí donde estaría la explicación, si la hubiera, de todo ese misterio. En el alma en pena que recorre el pasillo de una casa abandonada. Durante una noche de tormenta, un viajero se refugia en ella. Contempla, a la luz de una linterna, las cortinas raídas, el óxido de la cocina, las habitaciones sin muebles. El viajero está seguro de que allí vivieron uno o varios de sus semejantes y, de algún modo, se siente un intruso en ese espacio que aún guarda los ecos de los que ya desaparecieron. Todavía el viajero no los ha escuchado. Pero, por aquel pasillo, hay un alma en pena que se está acercando a él desde una infinita soledad sin tiempo, un alma en pena que guarda en la muerte todas las preguntas sin contestar y la desdicha de no disponer de otro más allá al que seguir huyendo. El alma en pena se muestra al viajero, entra a través de sus ojos aterrorizados, le habla a su alma. Sólo le dice: tú eres mi hermana.
alfonso salazar
La interpretación del simbolismo sexual en Drácula (1897) ha sido escrita y dicha. Incluso llevada al cine bajo clasificaciones X. La versión cinematográfica de Francis Ford Coppola nos remite a una relación amorosa a través de los siglos que busca una nueva culminación corporal, una invitación del Conde hacia la supuesta reencarnación de su amada, para así hacerse eternos en una vida otra –una muerte no-muerte, una vida no-vida. Sin embargo todo es falsario. Ni el Drácula de Stoker es Vlad Tepes, llamado el empalador, ni éste fue sospechoso de vampirismo, ni la novela que fraguó la imagen universal y aún vigente del vampiro hace comentario alguno al pasado amoroso, si lo hubo, del Conde Drácula. No concebimos esta vinculación amor-tiempo en la novela. Pero es posible diferenciar la pulsión en la obra, diversos estadios de plasmación sexual.
A FLOR DE PIEL: EPIDERMIS El primero de ellos nos conduce al erotismo más patente. Drácula ha muerto sin haber muerto, habitando un extraño mundo que no se somete a las reglas vitales. Un aristócrata sin criados que malvive en un castillo perdido en los Cárpatos. Como reverso de la espiritualidad benigna del anacoreta, todo lo corpóreo es el sentido de su universo. Incluimos el sexo entre una de las maneras básicas de su vivencia. Mostrado por Stoker, que en ningún modo pretende escandalizar a la sociedad de su época, como un ingrediente de la bestia, de lo incivilizado. La realización de la unión carnal se nos figura: son los colmillos quienes realizan la penetración, es el cuello la carne abierta, la sangre el fluido. El peligro en la sangre, interpretaciones más actuales que posteriores, nos pueden llevar a aseveraciones en este sentido: enfermedades de transmisión sexual, el binomio moralista SIDA/Sexo insano, etc... la presencia del sexo y el elemento erótico es evidente en un pasaje de la novela: Jonathan Harker, preso en el castillo de Drácula es asediado por tres libidinosas vampiresas. Harker se encuentra medio alelado en el sopor, en una enorme habitación con un palmo de polvo, mientras las mujeres se acercan hacia él sibilinamente. La relación con la sangre se hace patente:
La muchacha rubia avanzó y se inclinó sobre mí, hasta que sentí su aliento. En un sentido era dulce, dulce como la miel, y recorría los nervios con el mismo estremecimiento que su voz, pero con un fondo amargo en su dulzura, una amargura desazonada como la que se huele en la sangre. La mujer se relame y parece decidida a hincar sus dientes. Harker disfruta tremendamente en el momento (una voluptuosidad que resulta excitante y repulsiva a la vez), le roza la barbilla, el aliento es cálido en el cuello –símil de otros cuellos- la piel empieza a atestarse de hormigas, como paso previo a las cosquillas y siente una caricia suave en los labios, el contacto duro de los dientes. Harker se deja llevar por el éxtasis y su corazón palpita. Pero aparece el Conde y echa todo a perder. Drácula desea al hombre para él:
Drácula negará la acusación (Sí, yo también sé amar). Por tanto toda la escena descrita no es sino una disputa de amor, la afección del Conde hacia su rehén, más allá de la apetencia sanguínea, a medio camino entre el amor y el sexo.
ESTACAS Y MORDISCOS: DERMIS En un segundo plano, mucho más cercano a la metáfora, nos indica otras connotaciones sexuales. En otro pasaje de la novela la camarilla del bien se dirige al cementerio para enviar a Lucy Westenra –muerta pero no muerta, envenenada por Drácula- al mundo de los muertos-muertos, aquellos que no vagan la noche buscando la sangre de los vivos. El prometido de la muchacha es el elegido para llevar a cabo la liturgia. La representación erótica de al estaca que se utilizará para el sacrificio (que hay que atravesar en su cuerpo) es evidente. El cadáver se estremece, gime, chirría, se agota, se retuerce tras el encaje. Con su firme brazo que bajaba y subía, hundiendo más la estaca misericordiosa, y ahora vuelve la sangre, ese símbolo oscuro, símbolo de vida, desfloramientos, menstruaciones, abortos, desgarros, juramentos, linajes, mientras manaba la sangre del corazón traspasado y lo salpicaba todo. Por supuesto, tras la espantosa tarea, el cadáver de la mujer vuelve a ser puro y dulce. Y puede entonces el prometido besarla por última vez. En otro cuadro, Drácula se ceba en su víctima, la impoluta Mina Harker y la y mediante colmillo y cuello comete violación. Me sujetó con fuerza y me desnudó el cuello con la otra mano, al tiempo que decía: en primer lugar será mejor que no te muevas. Mina no desea estorbar la acción: todas las víctimas femeninas de Drácula –todas las víctimas son femeninas- están en la alternancia de pureza e impureza, de voluntad y sometimiento, instrumentos en mano de los hombres que llevan la voz cantante de la lucha. Incluso, se sienten culpables de haber sido mancilladas, como si fuesen causantes de su propia deshonra. El personaje decidido y resolutivo es siempre el masculino. Y el elogio a Mina Harker por parte de sus compañeros será alabar las condiciones masculinas que ésta muestre. La mujer llega a aparecer incluso estigmatizada –cuando una hostia consagrada toca su frente y ya ha sido ultrajada por el vampiro. Drácula ha poseído y así se lo hace saber a Mina, parafraseando a su manera la Biblia: eres ahora carne de mi carne, sangre de mi sangre y así se lo hará saber a los defensores del bien, los hombres que a él se enfrentan. Les dirá: Las mujeres que tanto amáis son ya mías, y vosotros seréis míos por mediación de ellas. Y podemos así pasar a un tercer plano.
EN LO MÁS PROFUNDO DE LA PIEL El autor de la novela, Bram Stoker, conoce a la edad de veinte y tantos años a una de las grandes figuras de la escena inglesa de finales del XIX: Henry Irving. Histriónico personaje, al parecer le inspiró la caracterización del Conde Drácula y para él preparaba una versión teatral que Irving desdeñó. Fue una larga, profunda y confusa amistad. Stoker ejerció de consejero, administrador del Lyceum (el teatro de Irving), confidente. Stoker publicaría poco después de la muerte del actor Personal Reminiscences of Henry Irving. Una amistad oscura que bascula entre la admiración de Stoker, la tiranía de Irving y el vasallaje (¿no podríamos encontrar aquí reflejado al loco Renfield que llama a Drácula "amo"?). Cuando el actor, ya Sir Henry Irving, muere en 1906, Bram Stoker cae enfermo y muere tras seis años de convalecencia sin poder superar la muerte del amigo. Tomemos un apunte previo antes de introducirnos en más presunciones: el representante del bien, el aunador de la tradición y la ciencia, personaje anatemizador, implacable, tentado que no cae en la tentación es Van Helsing. Abraham, por más señas, nombre del padre del autor. Y del propio Stoker. Ya otros han querido ver en Drácula premoniciones de las teorías freudianas (que el autor conocía por su admiración hacia los maestros de Freud): la teoría del placer/realidad, el parricidio, enamoramientos reprimidos, inconscientes dañados por la infancia convaleciente del autor... Retomemos la frase del Conde antedicha. Éste hombre me pertenece. Toda víctima pertenece a Drácula, sin embargo, se cuida mucho Stoker de que aparezca agresión a una pieza masculina. Jonathan Harker, sin excusa, escapa incólume siendo la víctima más fácil. Seréis míos por mediación de ellas, dice el Conde. Y lo ha hecho realidad. La agonía de Lucy, ya envenenada, intentan solventarla con repetidas transfusiones sanguíneas de todos los hombres que la veneran. Y esa es la sangre que cada noche ingiere Drácula. Cada mañana por la mañana, la muchacha está desangrada. Quizá fue la única manera posible de manifestar el deseo homosexual latente. Quizá Stoker desconocía ese deseo. Su esposa, Florence, fue cortejada por el mismísimo Óscar Wilde (y se dice que Stoker le prestó apoyo financiero cuando Wilde languidecía en París). Pero Stoker, un hombre discreto hasta el extremo, no buscó el escándalo como su compatriota. Se manifiesta la pulsión por debajo de todas las pieles en una sociedad que aunque se enfrenta a grandes convulsiones sociales (colonialismo, auge del proletariado, sindicalismo y marxismo, crisis económica, el beneficio burgués puesto en solfa) y se maravilla ante los descubrimientos e inventos que aporta el progreso científico (la luz eléctrica, esbozos del avión, automóvil y radio, fotografía, cine, la vacuna, el teléfono, fonógrafos, máquinas de escribir, muchos de ellos presentes en la novela) aplicó una educación y una moral donde predominó la represión sexual y la imposición de la hipocresía social donde sólo existía lo reconocido y lo escrito y cristalizó en el puritanismo. Pero el mensaje final nos retumba: el sexo mal encaminado, el sexo voraz del animal, lleva a la perdición. Mírese sino al Conde, parece decir Stoker.
nuevos y antiguos frankenstein alfonso salazar
William Godwin (1756-1836), hijo de calvinistas, consideraba a Dios como un tirano al que había que destronar. Sin embargo, fue aquella educación rígida y feroz la que le empujó hacia la idea de la Revolución y el fervor reformista, escandalizado ante la cruenta compraventa de los votos o la imposición del Terror. A pesar de su reivindicación de la virtud como camino de felicidad, en su país fue considerado un terrorista de la peor especie. Creyente de la bondad de la naturaleza humana, para Godwin, la simple existencia de la justicia conllevaba la determinación de la dicha social y por consiguiente la felicidad: para él, el hombre nació libre de toda idea innata, siguiendo a Hume, y su mente puede ser influenciada y sugestionada hacia el Bien. Toda corrupción es el error y la ignorancia puestas en práctica, dice. Pero no sólo la enfermedad moral es curable por la razón, hasta los defectos físicos, se propone Godwin, serían en un futuro desterrados, tanto la enfermedad como quizá la muerte mediante el ejercicio de la razón y el esfuerzo mental. Estamos ante un pionero del anarquismo, un visionario de los progresos científicos, aquel que navega el lado oculto de la razón, llegando hasta el extremo norte de los recónditos sentidos del esoterismo y el oscurantismo. El Estado, para Godwin es quien ejerce la presión sobre los individuos y lo convierte en un ser ignorante. "Látigos, hachas, patíbulos, mazmorras, cadenas y suplicios son los métodos prescritos y en uso para persuadir a los hombres a la obediencia e imprimir en sus mentes las lecciones de la razón". Su proyecto de sociedad abole la propiedad, el Estado, el sincronismo de los horarios y los relojes, la institución familiar, el sexo e incluso el Arte de la Música y el Teatro, porque los intérpretes repiten notas y palabras que no son suyas. La familia, errada por sus doble base -propiedad y subordinación de las personalidades-, es desterrada. En la infancia sus propuestas de métodos educativos superan en mucho los métodos del siglo XX. Pero insinúa la idea de que la procreación, la educación y la crianza terminarán por resultar innecesarias: la razón tiene acceso también a los secretos de la inmortalidad física y la eterna juventud. Godwin, a pesar de sus ruidosos ataques contra la institución del matrimonio, se casó con Mary Wollstonecrafft, pionera feminista y reformista, defensora de los derechos humanos. De tal matrimonio nacería María, la futura Mary Shelley. Percy, el esposo poeta de Mary sería uno de los primeros discípulos de William Godwin. La hija de su segunda mujer, Clara, fue quien persiguió a Byron hasta conseguir quedar embarazada de quien sería Allegra, la hija del poeta-soldado. Aquella noche mágica de Villa Diodati a orillas de un lago suizo, cuando Byron propuso jugar a la literatura y contar una terrible historia de fantasmas, dos criaturas nacieron para la historia colectiva: El vampiro de Polidori, antecedente directo de la fisonomía y carácter del Conde Drácula y Frankenstein. Quizá las enseñanzas paternas influyeron en Mary de forma contundente y marcaron su personaje. Frankenstein -llamado el Monstruo- se levanta contra su dios, que no es otro que el Doctor Frankenstein, hombre que ha derrocado al Dios tirano y asume el poder de dar la vida. No olvidemos que el doctor es un joven hombre de ciencia, racionalista del XIX, cercana la llegada del positivismo. Pero al igual que en la filosofía del padre de la autora, la novela se mueve por los lados oscuros de lo aún no descubierto, entre la suposición y la creencia. El Monstruo es el hombre creación humana, el nuevo Prometeo como indica su subtítulo, un hombre marcado por la mente moldeada en un criminal. Pero Godwin planteaba que no existe delito sin motivo ni acción que no pueda en sus objetivos, ser explicada y discutida. La reacción del doctor Frankenstein mantiene diferencias, pretende crear su hombre sobre el despojo social del crimen, lo reeduca, trabaja sobre sus sentimientos -inalterables a pesar del comportamiento antisocial del Monstruo- y lo presenta en sociedad totalmente cambiado: han triunfado la creación y la re-creación. El posterior desdén de la sociedad marcará al Monstruo, que se somete a los más crueles crímenes. He asesinado a seres encantadores e indefensos, he estrangulado a inocentes criaturas mientras dormían, y he apretado la garganta de quien no me había hecho daño a mí ni a ser humano alguno. He arrastrado a mi creador a la desdicha; le he perseguido hasta esta ruina irremediable. La huida del Monstruo perseguido por el creador tras el asesinato de su vástago es la metáfora final de la naturaleza manoseada y vengativa. No había llegado el momento del hombre creación humana, o bien las fuerzas sociales, impertérritas, terminan por condenar. ¿Sueñan los androides con ovejas electricas? es una fábula tecnológica de Philip K. Dick donde se marca el impreciso límite entre lo natural y lo artificial. En un mundo devastado por la guerra, colmado de restos tecnológicos y edificios de apartamentos vacíos, Rick Deckard es un cazador-policía mercenario cuya empresa consiste en retirar de la circulación a androides rebeldes. Pero los Nexus 6 son androides con características especiales, casi humanos. En esta novela se basó Ridley Scott para su película Blade Runner. El aspecto de ensueño de la novela se traduce en crudeza en la película. Los Nexus tienen una mayor presencia, no aparecen los pequeños ordenadores que infunden desde la mesita de noche los estados de ánimo a los humanos mediante una adecuada programación, no contamos con la vergüenza que siente Rickard de no tener en su casa un animal de verdad -casi todos están en vías de extinción, y por ejemplo, tener un sapo en casa es demostración de poderío, suerte y buenos sentimientos-. No conocemos la depresión que sufre la esposa de Deckard, arrinconada en la cama y sin animal original que mostrar a las amistades. No vimos al poli observando San Francisco desde la inmensidad y pensando en aquellos que abandonaron las ciudades para intentar ser felices en los campos sin vigilancia. Los Nexus en Blade Runner son irremediablemente los nuevos Frankensteins, humanos, demasiado humanos. El planteamiento de Mary Shelley no podía alumbrar las nuevas dificultades que modela Scott. A sus Frankensteins se les ha creado una vida pasada, ficticia a base de fotografías falsas y recuerdos insertos en su memoria. Los Nexus saben que tienen fecha de caducidad como aquel sevillano de la novela de Sender que vio la fecha de su muerte cuando descendió a un pozo. Pero los Nexus no se resisten a la realidad de la muerte y se rebelan contra el creador. Este tremendo nexo de la creación humana se vislumbra en los avances genéticos, en las técnicas de la informática avanzada y el trasplante. El Frankenstein de Mary Shelley era la creación ante la naturaleza humana impía que no busca rehabilitar. Los Nexus tienen pensamiento y sentimiento propio, también. Pero tienen cara a cara a su creador, y quieren vengarse de él: y envían al arcángel sangabrieldeckard para que elimine al que sale de la norma. De nuevo el hombre creación humana se ha levantado contra la mano extraña que embadurna la naturaleza. La creación intenta derrocar al creador. De nuevo el tirano es sitiado. Y el rebelde sometido a látigos, hachas, patíbulos, mazmorras, cadenas y suplicios. Y de aquí a Godwin, hay un solo paso. (narración fantástica con motivo del homenaje celebrado en Granada a John William Polidori en los 200 años de su nacimiento, 1996) jorge fernández bustos
Es el momento en que una negra rosa de sangre se cuaja en la boca entreabierta de algunos difuntos Juan Perucho
A mi hermano lo mataron con una bala de plata. Miento: lo mataron con una bala plateada. Alguna mente reflexiva, quizás mi padre, determinó que el mismo efecto causaría el proyectil argentino que un sucedáneo perfecto. En vez de en el corazón, como prometió el tirador, según mandaban los cánones, le perforaron el estómago. Tardó casi tres cuartos de hora en morir, echando espumarajos por la boca y retorciéndose como un cochino a la vista de todos, sin que nadie se atreviera a darle el tiro de gracia. Los beatos se persignaban mientras se apartaban con pasos cor tos. Algunas mujeres lloraban y tapaban su cara con manos de dedos separados. El cura le negaba la cruz. A mi hermano lo mataron con una bala plateada. Y no estoy muy seguro de si fue por miedo, venganza, envidia o precaución. Todo empezó tras un viaje a la Europa del Este. Mi hermano deseaba contemplar en vivo la página ya caduca de un comunismo que se iba con pies de olvido antes de que pasara definitivamente. Deseaba asomarse al submundo rojo, al mundo oriental que no era ni primero ni tercero, antes de que la democracia lo corrompiera. Aunque, en vez de venir impregnado con los tintes rojos de la izquierda soberana, regresó como inmerso en el fanal de lo ininteligible: trajo consigo todo un mito, una tradición que va más allá de las primeras nieblas del mundo, toda una leyenda que traspasa sin remedio los sentidos más humanos. Los tres primeros meses, estuvo bien. Fue un viajero en toda regla, un turista interesado que caminaba con la cámara al hombro y su bloc de notas y su boli, que se le empalmaba en las manos cuando observaba algo digno de ser recogido, que por lo que decía no era poco. Escribía regularmente, sobre todo a Marissa, su prometida. Nos contaba a la familia cómo el oxido del capitalismo acababa irremediablemente con las ideas del hermano común, cómo el cara- pálida occidental había cambiado el modo de vida de una gente que se sentía auténtica y, lo que era peor, cómo habíamos inflamado el saco de las necesidades superfluas de la Europa oscura. A su chica, de pelo dorado sin igual y los azules de su cara siempre acuosos, la echaba de menos y le hablaba de su estado de ánimo, de su introspección cotidiana, de su inevitable cambio. Sabíamos de él por ella. Mi hermano vivía en ella. Era como si hubiera dejado aquí su alma, aunque su cuerpo andara lejos. Ella era pura, siempre de blanco, como si fuera una extensión de su cuello níveo, como el de Diana. Sin embargo, las cartas del viajero se fueron distanciando y haciéndose más sombrías. Hablaba de la noche, hablaba de los muertos, hablaba de la sangre, de extraños rituales. Llegó un sábado desde Moravia. No traía equipaje, apenas un hatillo en una mano, y el negro que vestía lo hacía parecer aún más pálido. Cuando lo besé, sus ojos, casi cuencas por lo hundidos, no me miraban. No hablaba. Tan sólo besaba el viento cuando se le acercaba algún rostro. "He sentido frío", dijo su novia recién reclamada mientras me miraba con sus ojos de agua pidiendo mi intervención. Hacía tiempo que Marissa y yo dormíamos juntos. Fue casi sin querer, la luna llena le daba frío o miedo, digamos que tiritaba. Amable, le di calor y ella lo aceptó. Sin embargo, lo comprendo, mi hermano era como un imán que atrae sin esfuerzo a unos alfileres esparcidos por el piso. Marissa se sentía unida a él como hipnótico. Siempre le había pasado. Aunque yo era algo mayor, él había sido en gran medida el protagonista, el director de nuestros juegos infantiles, el preferido de mis padres. Un día, Marissa me dijo que mi hermano le daba miedo, que sentía frío a su lado (como aquella noche de luna), que se había vuelto taciturno, que estaba muy extraño. Y era verdad. Estaba como ausente. Su vuelta fue antagónica a su partida, ahora su cuerpo estaba entre nosotros pero su alma quedó olvidada en algún lado. Sí, mi hermano se había vuelto misterioso detrás de sus ojeras permanentes. Marissa quiso acabar con este estado que se estaba tornando pesadilla. Y entre íncubo e íncubo iba perdiendo la razón. Pensamos, más bien sugerí, que siguiera al lado del hijo de la noche, que no lo abandonara, que nos daría mayores alas para averiguar su padecimiento, que yo estaría cerca. Mis pasos se encaminaron a la biblioteca municipal. Y allí más por deseo que por intuición, pedí documentación sobre vampiros. Mi fantasía levantó el vuelo. El bibliotecario (sin título oficial, seguramente) me dijo que no tenía ni idea, que buscara en el anaquel de "mamíferos voladores". Le di las gracias de todas formas y me encaminé a la zona de "esoterismo y ciencias ocultas". Un solo libro encontré, de un tal Hóffman, revuelto entre la quiromancia, el tarot, la magia blanca y negra, los sortilegios, los conxuros, los filtros y de amor y otras alternativas para gente que le gusta viajar fuera de su cuerpo. El libro en cuestión me venía ni que pintado, el científico austríaco no se andaba por las ramas y llamaba a su manual: "Cómo descubrir a un vampiro en veinticuatro horas. El sexo de los vampiros. Otros enigmas". ¡Lo encontré!, exclamé sin poder remediarlo, mientras el sheriff del santuario del saber no dejaba de mirarme. Antes de retirar el libro tuve que hacerme el carnet de socio de la biblioteca y recitar un estúpido juramento en castellano antiguo diciendo que devolvería el libro a su debido tiempo, que lo trataría con cariño y que no le arrancaría hojas bajo pena de excomunión o, lo que es peor, de perder la mano derecha sin anestesia ni nada. Recogí a Marissa en su casa y, en una cafetería céntrica, sacamos el manual. Empezamos por el principio, por las pistas para descubrir a un vampiro, pues el sexo de mi hermano lo teníamos claro, sobre todo ella, y "otros enigmas", por ahora, no nos interesaban. Escrutando las páginas ajadas pudimos comprobar, con la alegría de haber acertado y el horror de haber acertado, que la mayoría de los síntomas coincidían con el comportamiento último de mi hermano. Debería, en primer lugar, ser un muerto viviente, un cadáver incorrupto, con la sangre recorriendo vívida las venas. En verdad parecía un fenecido por su aspecto, pero tanto como haber estado sepultado... En cambio, nunca se podría asegurar. Lo del frío, sin embargo, sí era verdad. Precedían los pasos de mi hermano un viento suave que hacía estremecer los visillos y las llamas de las velas (en caso de que hubiera candelabros). Su reflejo en el espejo, no lo habíamos comprobado, y la aversión a la cruz no nos valía, pues siempre la había tenido. El gusto por la noche y el temor a la luz solar también era evidente. Marissa comprobaría esa misma noche, mientras cenaban, la reacción del acusado ante los ajos. Cada vez estábamos más cerca. El círculo se iba cerrando. Ella estaba aterrada, no era habitual cenar con un vampiro. Yo, la consolé diciendo que no andaría lejos, que tendría preparado el teléfono móvil para cualquier emergencia, que, mientras tanto preparara el estuche de lápices Alpi no de veinticuatro colores (todos con punta) y un martillo cerquita del comedor. Además, nos agenciamos unas cruces, feas de grandes, que tendríamos a mano en caso de necesidad. Y allí me veía, desde las nueve, montando guardia como un sereno con el móvil en ristre y la cruz en bandolera como si fuera un espadón. Pasó una hora y el aparato no sonaba. Así que me arriesgué a hacer de héroe. Llamé a un piso equivocado, a caso hecho, para no levantar sospechas. No quisieron abrirme. Al cuarto intento la puerta cedió al tiempo que sonaba el teléfono, que el pollo al ajillo ya estaba frío, que la mitad de las patatas se las había comido ella, que mi hermano no había dado señales de vida. Que lo que tenía que dar era señales de muerto, bromeé. Que no sea tonto, me dijo, que fuera rápido a buscarla, que tenía un miedo inmoral. Eso de "inmoral" me sonó la mar de bien, así que me peiné instintivamente y subí a la casa. La rubia me esperaba latente, o sea, latiéndole el corazón de forma totalmente perceptible. Se echó a mis brazos. Yo la rechacé de inmediato, no por mi integridad ética, sino por el pestazo a ajo que desprendía todo su cuerpo. ¡Qué peste a ajo!, le die. No lo he podido evitar, respondió, tenía miedo, lo siento, añadió acercando su mano al cuello (mejor dicho al pañuelo que llevaba arrollado al cuello, para dificultar las cosas). Tenía una pinta. Parecía una monja en invierno y así se lo dije: "pareces una monja en invierno". ¡Habrá que protegerse! ¿Qué quieres?, se disculpó. Pero no podíamos perder más tiempo, había que encontrarlo. Llamamos a mi casa, allí tampoco estaba. Le dijimos a mi padre que no abriera a nadie (recomendación estúpida porque mi hermano tenía llave y, en caso de ser un vampiro, preferiría las ventanas o atravesar puertas o las paredes). Ya en mi casa, comentamos nuestras sospechas. Mi padre se lamentó: "¡pobre hijo! Ya lo decía yo: que no acabaría bien". ¿Dónde estará?, nos preguntamos casi al unísono. No lo sé, nos respondimos a la vez. ¡Que mal hueles!, le dijo mi padre a Marissa, pensando si no era mejor tener un vampiro en casa que una beata aliñada como un gazpacho blanco. ¡Qué se duche!, determinamos los hombres. Y que tirara esa ropa, si es posible, en el baño hay batas que ponerse. No llevaba ni media hora bajo el agua cuando oímos un grito determinante. Corrimos al lavabo y destrozamos la puerta (sin necesidad, pues no había corrido el pestillo). Encontramos a Marissa en una esquina desnuda, con una toalla como turbante de cabeza y un albornoz en las rodillas, acurrucada junto al bidé. Que había visto sombras, que había oído ruidos, que se había quedado helada, que tenía pánico... que seguía oliendo a ajo, pensamos. Decidimos sacarle punta al palo de la escoba y esperar despiertos toda la noche. El vampiro no apareció. Al día siguiente en la plaza nada más se comentaban los crímenes de la noche anterior. Dos chicas golpeadas y violadas, con el cuello abierto sellando su silencio. Todos apuntaban a un familiar de una de las niñas que había desaparecido sin previo aviso. Nosotros sabíamos que era mi hermano, el hijo de mi padre, el novio de Marissa. Decidimos hacer partícipe a la comunidad, para evitar mayores males, para conservar a tantas jóvenes inocentes, para que no llegara la sangre al río, para prevenir y no tener que curar, etc. Hicimos entre todos una batida hasta el cementerio y lo rodeamos. Llamamos a don Lucas, un gran cazador emparentado con los de Medio Ambiente, que trajo un fusil de cañones recortados que sacó de no sé dónde y que no tenía licencia, pero el caso lo merecía. Rastreamos hasta el anochecer todos los rincones, panteones y nichos sin ningún resultado. Volvimos al pueblo repartiéndonos las guardias de vigilancia nocturna. Don Lucas debería estar disponible toda la noche, ya que era el mejor tirador. Comentamos que era necesario que las balas fueran de plata. Balas de plata no había, así que alguien, quizás mi padre, propuso que se pintaran las que hubiera con purpurina plateada, que el efecto sería el mismo (mi hermano nunca había distinguido la bisutería). En toda la noche no pasó nada, salvo los gritos de unas patrullas callejeras que asustaban a otras, con sus consecuentes altercados e histerias. Nos encontramos en la plaza a las ocho con el informe de cada cual. A esta reunión vino don Lucas, el cazador, el cura, cargado con una imagen de Nuestra Señora casi de tamaño natural, y medio pueblo, incluidas mujeres y niños. Formamos un corro infranqueable y comenzamos a plantear nuevas estrategias. Que si guardias permanentes, que si misas de difuntos, que si cruces por doquier y ristras de ajos en las paredes... Un aldeano preguntó si las ristras de pimientos rojos también valían, se le dijo que no, pero que no las quitara por si acaso. Otro propuso poner de cebo a la hija de don Lucas, joven sabrosa donde las haya, sentada en un banco bajo los plátanos del paseo mientras la vigilábamos. Don Lucas le respondió con soltura que atáramos a su madre haciendo calceta, ¡no te jode! Calma, don Lucas, que sólo ha sido una propuesta. En esto que un jaleo por detrás del gentío que se apelotonaba nos llamó la atención, y unos gritos de no te cueles, haber llegado antes, que todos queremos ver... Nos acercamos para calmar la revuelta, y el chico que había intentado abrirse paso era mi hermano de negro integral (aunque de negro también iba el cura) y con el periódico debajo del brazo. Cuando lo identificarnos se liberó el espacio en torno a él de manera más rápida y eficaz que una gota de Fairy Ultra en un plato de grasa. Él preguntó qué pasaba, y, sin mediar palabra, sacamos las cruces y las estacas, los martillos y un hacha. El cura destapó a la virgen y don Lucas disparó a bocajarro. En vez de en el corazón, como prometió, según mandaba el manual, le atravesó el estómago. Tardó casi tres cuartos de hora en morir, echando espumarajos por la boca y retorciéndose como un cochino a la vista de todos, sin que nadie se atreviera a darle el golpe de gracia. Los beatos se persignaban mientras se apartaban con pasos cortos. Algunas mujeres lloraban y tapaban su cara con manos de dedos separados. El cura le negaba la cruz. A mi hermano lo matamos con una bala plateada y nadie hicimos nada por él. Y no pasó nada. Fue en pleno día y no se convirtió en polvo. No volaba ni tenía colmillos. No se metamorfoseó en lobo negro ni en gato pardo ni en gran murciélago. No se oscureció el cielo ni se levantó la brisa ni se oyeron truenos lejanos. Nada. Todos, avergonzados, se fueron retirando a sus casas. Don Lucas bajó el arma y la cabeza y, sin decir nada, también se fue. Y el cura y las mujeres y los niños desaparecieron con él. Nos quedamos solos Marissa, mi padre, el muerto y yo, viendo como el periódico, sin leer, se empapaba de rojo de sangre. Pasado un tiempo, el día de Navidad, agarraron a ese familiar que, efectivamente, había degollado a las niñas. Reunidos en torno a la mesa lo lamentamos y lloramos nuestra cruel precipitación de aquel día, mientras mi hermano, sentado en la mecedora, sonreía con la boca entreabierta y Marissa sentada en sus haldas.
manuel josé othon (1856-1906)
la metamorfosis del vampiro charles baudelaire (1821-1867)
La mujer entretanto, de su boca de fresa, retorciéndose como serpiente entre las brasas, colmando con sus senos los hierros del corsé, recita estas palabras impregnadas de almizcle:
"Yo tengo el labio húmedo y conozco la ciencia de olvidar en el fondo de un lecho la conciencia. Seco todos los llantos con mis senos triunfantes, reír hago a los viejos con risas infantiles. ¡Y para quien me vea desnuda y sin mis velos soy la luna y el sol, las estrellas y el cielo! Soy, mi querido sabio, tan erudita en goces, cuando sofoco a un hombre en mis temibles brazos, o cuando ofrezco el pecho a crueles mordiscos, tímida y libertina, y frágil y robusta, que sobre esos colchones que de emoción se pasman ¡los impotentes ángeles por mí se perderían!"
Cuando ella hubo chupado de mis huesos la médula y yo, lánguidamente, me hube vuelto hacia ella a besarle los labios con amor, hallé sólo ¡un pringoso pellejo, chorreante de pus! Cerré al punto los ojos, en mi gélido espanto, y cuando volví a abrirlos a la claridad viva, a mi lado, en lugar del maniquí potente que al parecer tenía gran provisión de sangre, restos de un esqueleto se agitaban confusos; de ellos brotaba el grito que lanza una veleta o un rótulo que pende de una barra de hierro y hace girar el viento en las noches de invierno.
Traducción de Luis Alberto de Cuenca. Vampiros. Siruela 1992
johann wolfgang goethe (1749-1832)
Vino desde Atenas a Corinto un joven a quien nadie acogió, y visitó a un comerciante a quien su padre, antaño, ayudó. Mucho tiempo atrás y para siempre casarlo con su hija acordó.
¿Puede ser bien recibido quien no puede favores prestar? Siendo el joven, pagano, se ha hecho ahora bautizar. Por su nueva fe aquel acuerdo lo quieren quebrar.
Ya se hallaba en silencio la casa velando a la madre encontró. Como un hijo abre la puerta como hijo se le recibió. Vino tinto y pan en la mesa y la buena noche se le ofreció.
No despierta su hambre aquel banquete generoso. Abandona la mesa y cansado busca el reposo. Duerme al fin, mientras alguien abre la puerta, silencioso.
Entre velos, una aparición en la luz resplandeciente. Es una joven desnuda con una cinta negra en su frente. Pone la mano en su pecho, mirándole fijamente.
- "Grande es mi pena, dice ella, no supe de tu llegada. Despacio y en silencio abandonaré tu estancia." Vuelvo a mi cuarto oscuro no te muevas, descansa.
Espera hermosa, dijo el joven abandonando el lecho. Baco me dio su banquete y ahora se acerca Eros. Estás pálida, quédate con mis besos.
- No te acerques a mí. Soy desdichada, la mala muerte ha llegado a esta casa. Por lograr vivir, mi juventud al diablo está arrendada.
Los viejos dioses se han ido, la casa está vacía. Sólo un dios ha quedado en su cruz herida. Ya nadie los recuerda, ni en sacrificios ni en vigilias.
Él pregunta todo lo que sueña y razona. - ¿Es posible que tú seas mi novia? Sé mía entonces, no peca quien ama, quien ama, goza.
- No podrás tenerme, amor mío, cuando yo me vaya otra mujer será tuya, ella deshará en tu cama. Piensa en mí, todo es dolor, pronto estaré enterrada.
- No, yo te prometo que serás mía. Que serás feliz y haré que en mis brazos rías. Quédate amor, que mis sábanas están frías.
Se regalan sus dones, ella una cadena, él sus manos impacientes, y una copa de luna llena. Ella ríe y corta un rizo de su melena.
Es la hora de fantasmas, ella se siente mejor. El vino está en sus labios, y de sangre es su color. El pan que él le ofrece ella aparta con temor.
Él bebe hasta apurar y ella brinda con su copa. El amor los visita y por amor su corazón galopa. Pero ella se retira de sus brazos y él en dolor llora.
Ella entonces se arrodilla - Cómo quema tu tristeza si tocas mi carne sentirás el frío que cubre mi belleza. Nieve es mi cuerpo, nieve es mi vida, nieve mi riqueza.
Él la toma entre sus brazos dando rienda suelta a su pasión. - Abrasarte quiero aunque sea el sepulcro tu mansión. Tu voz y tu aliento golpean mi pecho con ritmo feroz.
La pasión con fuerza los estrecha, lágrimas se mezclan al placer. Ella revive en su ardor y ambos creen languidecer. El fuego ha vuelto a sus mejillas mas no logra su alma estremecer.
Aunque es tarde y hora de dormir entre tanto aún la madre vela. Escucha gemidos y risas escondida tras la puerta. Voces del placer, indescriptibles, sumisas y tiernas
Duda de sus sentidos y permanece inmóvil en la puerta, reconoce la voz de su hija y tiembla ante la sorpresa. - Los gallos cantan. - Vuelve mañana. - Mañana está cerca
La madre abre la puerta y fuerza el pasador. ¿Qué puta se da a mi huésped sin vergüenza, sin rubor? Fuera, dijo, de esta casa. Pero de pronto, fue a su hija a quien vio.
El joven sobresaltado cubre el cuerpo de la hermosa. Ella, virginal, entre las sábanas asoma. Y alza el vuelo por el aire tenebrosa.
¿Madre, dice ella, qué hice yo para esto merecer? Me robas la noche bella en que comienzo a ser mujer. ¿No tuviste bastante cuando mi cuerpo a la tumba fue a yacer?
Del sepulcro mal cerrado un impulso me liberó. Nada pudo el sacerdote, la mortaja no me encadenó. Ni siquiera la muerte puede encerrar el Amor.
Hace tiempo, este joven me fue prometido. Como falsa promesa cayó en el olvido. Nunca un dios separará lo que ha nacido.
Para buscar mi prometido la tumba he abandonado para beber de su sangre y gozar a mi enamorado. Cuando él muera marcharé en busca de otro amado.
Bello joven, no vivirás mucho, hoy mismo morirás. En mi cadena quedas, en mi rizo estás. Míralo bien, eso solamente de ti quedará.
Oye madre mi deseo, una hoguera has de encender. Abre mi tumba y a los que aman deja arder. Cuando el fuego se consuma volará a los dioses nuestro ser.
Versión y adaptación de Ernesto Pérez Zúñiga y Alfonso Salazar. javier egea (1952-1999)
...porque el enemigo está en el mar, con la niebla a sus órdenes. Bram Stoker, DRÁCULA Cruzó las soledades para encontrarle Mordió sus pechos suaves junto al estanque Mariposas sin día despavoridas en la raya felina de su pupila
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Va tocado del ala el negro conde Encendidos sus ojos sobre mis ojos pone una fiebre violeta de envenenadas flores Yo le dejo añadido mi veneno a su goce: la certeza de un tiempo de libres cuellos jóvenes Aún me verás ahora como me viste entonces abrazado a las sombras de pálidos amores despeñarme a la grupa de tus potros veloces Va tocado del ala el negro conde pero sobre los sueños al filo de las doce se oye un batir príncipe de la noche
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Vestida de fiesta huye por el parque En los setos deja jirones de encaje pasos en la niebla de los soportales contra el pecho lleva hundida en la carne la bolsa violeta que guarda la llave de la negra perla que quieren robarle las sombras de seda que entraron al baile
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Porque me llaman dos pozos en tu cuello y en tu corazón habitan rastros de un príncipe negro Porque tienes esos ojos prisioneros porque en tu ventana brillan los dedos largos del sueño como tiemblan tus palabras en el vaho del espejo Porque sé que vas perdida oculta en los bosques ciegos sin amor Por eso fui cazador
Siempre suenan las doce y un aleteo negro como unos ojos alerta el sueño Siempre suenan las doce y es tu silencio una alfombra manchada por el deseo Siempre suenan las doce mientras me bebo la sombra de tus labios con mucho hielo
De su libro Raro de Luna. Hiperión, Madrid 1990
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el género de las casa encantadas aurora pintado
INGREDIENTES: -Una casa, a ser posible abandonada; también valen palacios y castillos, cuanto más antiguos, mejor. A veces suelen utilizarse sucedáneos también de carácter siniestro, como hospitales o manicomios abandonados (La Habitación del Pánico), que supuestamente almacenan energías atrapadas. -Un pasado de sucesos oscuros, como asesinatos o desapariciones que nadie explicó en su momento. Normalmente las casas han tenido dueños de personalidad siniestra, que llevaban a cabo rituales ya de por sí paranormales (Darkness) o que tuvieron una vida atormentada. A veces nos encontramos con la variante de personas emparedadas vivas (como aquel gato de POE), lo cual, por otra parte, puede resultar bastante entretenido, fundamentalmente para quien encuentra el cadáver, normalmente momificado para que se puedan apreciar debidamente los rasgos de terror que se quedaron impresos en la cara de la víctima en el último momento. -Un grupo de gilipollas confiados. Variantes: a. adolescentes de vacaciones que enredan con algo que encuentran (Posesión infernal) como una Ouija o algún libro extraño, a ser posible, con tapas forradas en piel humana. b. científicos que intentan dar una explicación racional a los sucesos de la casa; por supuesto, acaban mal y pierden la vocación positivista. c. una pandilla de gente a la que le ofrecen dinero por pasar tiempo en la casa; por supuesto, acaban mal y la pasta les acaba importando una mierda, pero ya es tarde... en condiciones normales, la casa no les permitirá salir d. una familia que se traslada a un nuevo hogar (Poltergeist), situado en una zona de importantes flujos energéticos o, en su defecto, está directamente poseída e. un subnormal que hace espiritismo y se le quedan los invitados en casa y así hasta el infinito... la riqueza de planteamientos en este género es mas rica de lo que se pudiera pensar al estar inevitablemente circunscrito a un espacio limitado (¿limitado?) -Una razón para penetrar en la casa: analizado en el punto anterior, desde el dinero hasta el azar, pasando por la curiosidad. -Un aparato bien orquestado de fenómenos paranormales tales que: ***fenómenos poltergeist y telequinesia - los más clásicos, objetos que se mueven aparentemente solos y que pueden causar tanto daños materiales como humanos, desde una puerta hasta un objeto cortante ***ectoplasmosis – fantasmas en forma de moco ***posesiones – sobre todo si hay algún médium en el grupo, aunque no es necesario si el espíritu es lo suficientemente cabroncete ***agresiones por parte de un ‘algo’ ya sea invisible o de presencia borrosa, incluso de tipo sexual (El Ente); no suelen manifestarse claramente aunque hay excepciones en el caso de apariciones en espejos y cuadros (normalmente superficies planas lo que nos lleva a deducir que ser fantasma le hace a uno perder alguna dimensión) ***psicofonías o sonidos extraños ***descenso de la temperatura – se supone que la aparición conlleva un gasto energético, el ‘algo’ toma la energía del ambiente y la transforma en materia para aparecerse (recuerden El Sexto Sentido) – esta tendencia además se encuentra bastante extendida ya no solo en la literatura y el cine ***escrituras extrañas en paredes u otras superficies, que pueden permanecer o desaparecer cuando les place, bien o mal escritas, con tinta, pintura o sangre ***sensaciones extrañas, escalofríos y ganas de salir corriendo o de huir de ‘algo’ (Casa Tomada, de Cortázar) ***y por supuesto, el fenómeno estrella: la aparición -Causas de estos sucesos. Tenemos varias posibles, al menos en lo que se intentan explicar a sí mismos los pazguatos que entran en la casa pensando en que los fantasmas no existen: ***se trata de energías almacenadas, un ambiente cargado que puede ser canalizado por uno de los miembros del grupo, o que les invade a todos; esto puede ser verdad (La Habitación del Pánico) o una creencia incial del personaje que se niega a creer en fantasmas (La Casa Infernal, de Matheson) ***se trata de fantasmas reales, presencias definidas dotadas de volición ***se trata de un engaño, un montaje, con lo cual nos salimos del género de las casas encantadas propiamente dicho CONSECUENCIAS: -La gente se vuelve loca, con lo cual: ***intenta matar a los suyos ***acaba encerrado y nadie le cree (síndrome de Casandra), por lo cual, alguien volverá a entrar en la casa sin tener en cuenta lo que a él/ella le ha pasado -La gente muere en extrañas circunstancias: el abanico de posibilidades aquí es infinito. Lo que se les ocurra, vamos, desde ahogos, emparedamientos, un mueble que se cae, una barandilla que se rompe... Aquí cabe también la autoagresión, que sería propio del punto anterior por la pérdida de facultades mentales, pero que incluyo en este en los casos en los que desemboca en muerte. -Sólo uno (o dos) queda, y... ***será un atormentado toda su vida marcado por el recuerdo de la casa y sus atrocidades ***será una persona feliz que lo olvidará todo y que disfrutará del sentido de la vida reencontrado ***será... sólo el comienzo, porque o vuelve o le persigue el ‘algo’ Obras literarias: -El Castillo de Otranto-Walpole -El Fantasma de Canterville-Oscar Wilde -La casa tomada-Julio Cortázar -El Horla-Maupassant -La casa infernal-Richard Matheson -Un güebo de cuentos de POE. Pelis: -Poltergeist -Los otros -El resplandor -La leyenda de la casa del infierno -Al final de la escalera -The Haunting -Trece fantasmas -La habitación del pánico -Posesión infernal -La semilla del diablo
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