EL DETECTIVE DEL ZAIDÍN: TODO ES POSIBLE EN GRANADA
por Miguel Ávila Cabezas
Me viene a la memoria (como anillo al dedo neuroemocional) aquel eslogan que allá por los promisorios 60 ó 70 (no sé, ahora no me acuerdo) presentaba la levítica Granada como una ciudad en la que todo, pero que todo, era posible. Y en verdad que no anduvo muy descaminado el posibilista utópico que ideó la frasecita en cuestión pretendiendo ayuntar -no sé si a caso hecho- el Todo y la Nada, esto es, el Alfa y el Omega entre los que se contempla ufano el universo entero. Ya lo vemos, con tan sólo cinco (5) palabras de las que únicamente tres poseen eso que el lingüista de guardia apuntaría como “pertinencia semántica”. Que todo es posible en Granada lo pueden certificar, digo yo, más de uno e, incluso, más de dos. No vamos a utilizar aquí los tan socorridos recursos del poeta asesinado al amanecer: “agua oculta que llora” las lentas lágrimas sucias (Neruda siempre) de su irremisible hundimiento en un pozo negro de asfalto y hormigón. Por posible hasta lo es que el equipo de los mil amores y desvelos del Desastres (el Granada CF, por supuesto) alcance algún año la cima de la División de Plata, que la de Oro, con esto de la crisis fraudulenta, se está poniendo a estratoférica distancia. Y posible será, bien sûr, que el día menos pensado al poeta oficialista de la Cosa Nostra se le conceda el Premio Nobel de Literatura y a Estocolmo vaya él a recogerlo no en taxi ni en burro sino en berlina tirada por mil bueyes relucientes como semovientes, si rítmicas, luces de neón en la noche callada e insomne, comiendo mollejas a diestro y siniestro y recitando de Góngora aquello de “Mientras por competir con el capullo… / más fuerte y enhiesto el mío que el suyo…”. Creo que estamos entrando en materia.
El detective del Zaidín es la segunda novela de Alfonso Salazar. La primera, ya lo sabes dilecto lector, se titulaba Melodía de arrabal (como el tango de Gardel) y supuso en su día, aunque suene a tópico decirlo así, una auténtica bocanada de aire fresco en el campo de la rancia narrativa neomorisca y sandunguera de la imperial región. (“Granada es un Imperio”). En Melodías de arrabal, Matías Verdón, que repite jugada, nos servía indirectamente de cicerone a través de la quintaesencia de, como afirmé en su día, “una Granada que se fue y ya nunca más volverá para desdicha de antropólogos, sociólogos y poetas... posmodernos…”, y ello sin dejar de resolver un caso múltiple de asesinato a precio más que razonable. Tirando de la misma astucia calculadora de siempre, Matías Verdón en esta segunda entrega (que ciertamente no ha de ser la última), transita por los mismos escenarios de la Granada profunda, y total, a la búsqueda de una verdad, la verdad, que no deja de estar inmersa en el fondo de cada uno. Ahora, la acción se retrotrae a la primavera del antológico año de 1992 (sí, el del Quinto Centenario, la Expo y los Juegos Olímpicos del We are the champions) y hasta el capítulo 15 se desarrolla, además de en un manicomio, por ciertos bares y calles de la emblemática Granada, irreductible al paso de las horas o, como diría el otro, “impasible el alemán”. Y a partir de aquí, con la inminente Expo 92 de fondo alucinado, el lugar de la narración se traspasa a Sevilla, tras un viaje desopilante de Matías y el Desastres en el Seat Panda rojo del Poeta (de Quisquete) por la Circunvalación de Granada, siguiendo la A-92, en descampados infames y por caminos perdidos que llevan a donde llevan, esto es, a la solución del enigma.
¡Ay, Matías Verdón, ese escéptico y un punto cachazudo ex-fontanero, divorciado, amador a salto mata y metido a detective por esas cosas de la vida! ¡Y el Desastres, “ilustre cartero y futuro conductor de coches fúnebres”! ¡Cómo marcan, en su tan acordado juego contrapuntístico, el ritmo, el latido del relato, incansables ambos en pos del cómo, del quién y del porqué, tirando del hilo pegajoso dentro de una temporalidad tanto lineal como retroactiva (Basilea, un accidente de tráfico, univitelismos diversos e intercambiables…) y marcando los referentes espaciales y actanciales con el apoyo objetivista del narrador omnisciente que nos lleva y nos trae del Zaidín al Camino Ronda, y de aquí a la calle de Elvira, a la Gran Vía, al barrio del Realejo y vuelta al Zaidín, pasando entremedias por la Sevilla fundamentalista y semanasantera! ¡Y cómo nos instruyen también con los registros expresivos y léxicos propios del habla nuestra de cada día: hiperbólica, metonímica, escatológica, en verdad vitriólica y algo más que venérea! Dispongo aquí algunas perlas de la peculiar versación: del copón, rastrojos, dar por culo, salirle a uno de los huevos, el segoviano (en referencia al güisqui de consumo popular), pegarse el jarrazo, soltar la mosca, dar una revoletá, costar un cojón, soplapollas, gustarle más el pelo que la lana (sin más comentario), qué pollas…En fin, una miscelánea de modismos que, puestos especialmente en boca del Desastres (putero vocacional) le imprimen a la novela ese singular toque de humor que, no por pintoresco, deja de conferir contundencia dialéctica al personaje.
Si ya lo consiguió en el año 2003 con Melodías de Arrabal (Arial Ediciones, Maracena, 2003), ahora, gracias a El detective del Zaidín (Ediciones B, Barcelona, 2009) Alfonso Salazar refuerza plenamente en nuestro imaginario lector la brillante y acogedora presencia de Matías Verdón, un agnóstico rousseauniano de la existencia y la condición humana, un hombre cabal que no se postra ante la amarga rutina de los días iguales. Y como alguien dijera: “Uno de los nuestros”.